
10 Un pobre hombre rico de Miguel de Unamuno y sus traducciones al italiano […]
Hikma 23(2) (2024), 1 -30
la posición moral de quienes mutilan su voluntad absteniéndose de aceptar
los compromisos, personales o sociales, que el vivir cotidiano va exigiendo».
Emeterio Alfonso –la cruz del ideal de la caridad unamuniana: Manuel
Bueno– es un joven de veinticuatro años, solo y «radicalmente ahorrativo»
(Unamuno, 1933, p. 198). Empleado y a la vez cliente de un banco donde
invierte sus ahorros mensuales, carece de aficiones y pronto llega a acumular
una discreta fortuna. Le gustan los juegos intelectuales, los chistes y las
tertulias de café. Parco en amistades, consigue trabar cierta intimidad con
Celedonio, contertulio que será su consejero (casi confesor) durante toda la
historia. Su «familia sustitutiva» es la casa de huéspedes de doña Tomasa,
cuyo corazón atiende por Rosita, una muchacha «fresca, apetitosa y aperitiva
y hasta provocativa» (Unamuno, 1933, p. 200) que intenta seducirlo18.
El rico Emeterio la rechazará, aunque haya despertado sus deseos, y
llevará una vida solitaria y monótona con el solo propósito de protegerse (a sí
mismo y a su capital) de los intereses ajenos: «y así corr[en] los años y
Emeterio viv[e] como una sombra errante y ahorrativa, como un hongo, sin
porvenir y ya casi sin pasado» (Unamuno, 1933, p. 230). El empleado ahorra
incluso en su propia existencia y en la posibilidad de enamorarse. Aquí reside
la comicidad: en su falta de compromiso vital. Sin embargo, tras aguantar más
de dos décadas de tristeza, acabará por ceder al matrimonio. El autocontrol
y la privación se verán desplazados por la exhortación a vivir: según afirma el
18 Escenas de seducción parecidas y, sobre todo, la ambigua relación entre el protagonista y una
criada se repite en otros textos unamunianos a partir de Nuevo Mundo: «Cuando de día la
encontraba sola en el pasillo empezó a abrazarla y nada más que abrazarla; cogíala y ella con
los brazos caídos, sin soltar la escoba cuando la llevaba, dejábase oprimir contra el pecho del
pobre Eugenio. Eran simples abrazos. Y cuando iba a acostarse, hincado de rodillas hasta que
le dolieran éstas, pedía a Dios perdón y que le librara de caída. Y a la mañana siguiente, de pie
desde muy temprano, íbase a la cocina a ver cómo hacía el fuego, a cuchichear allí, a acariciarle
la barbilla. […] Muchas veces silenciosamente, sin decir palabra, atraía Eugenio la cabeza de la
muchacha a su cabeza y oprimía mejilla con mejilla, pero jamás la dio un solo beso. […] Una
noche en que sentía Eugenio violentos latidos en las venas de las sienes, escalofríos y
cosquilleo, se retiró temblando al cuarto y desde él pidió la luz. Y al entrar a oscuras la criada la
cogió bruscamente, la oprimió apretadamente contra su pecho y silenciosos, con la respiración
ansiosa, oyeron el campanillazo del ama. Aquella noche se la pasó Eugenio casi toda de rodillas,
rezando y llorando, llorando su soledad, una soledad inmensa y triste. Creíase completamente
aislado en el mundo, en un mundo erizado de abismos y de tristezas y oscuridades. Y no volvió
a dirigir apenas la palabra a la cocinera, que a los pocos días se fue de la casa» (Unamuno,
2005b, pp. 68, 70, 72). En Niebla, Augusto siente también cierta atracción por Rosario:
«Levantóse ella cual movida por un resorte, como una hipnótica sugestionada, con la respiración
anhelante. Cojióla él, la sentó sobre sus rodillas, la apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su
mejilla apretada contra la mejilla de la muchacha, que echaba fuego, estalló diciendo: —¡Ay,
Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! […]» (Unamuno, 1995b, p.
146).