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Corrupto y decadente. Arte y estética barroca en la serie de televisión

Hannibal


CORRUPT AND DECADENT. ART AND BAROQUE AESTHETICS IN THE TELEVISION SERIES HANNIBAL


Leire Azkunaga García Universidad del País Vasco (UPV/EHU)

leire.azkunaga@ehu.eus image https://orcid.org/0000-0001-8747-2614


Resumen


Hannibal destaca entre la serialidad contemporánea por su arriesgado y sobresaliente uso de la estética, cuyo afán no es otro que enmascarar el horror que esconde y perpetra su protagonista homónimo. El inconfundible gusto por el arte de Hannibal Lecter, así como el ambivalente carácter del personaje se trasladan también a la ficción televisiva a través de las recreaciones de obras de arte que realiza por medio de sus víctimas. Su obra se construye en base a la corriente artística del Barroco y, del body art o arte contemporáneo, toma el cuerpo humano—el cadáver— para deformarlo, darle forma y erigirlo como la pieza central de su obra. Este arte corrupto y decadente no solo busca pervertir el concepto de la belleza, sino también del propio arte en la reinterpretación que propone del mismo.

Abstract


Hannibal stands out among contemporary seriality for its daring and outstanding use of aesthetics, whose aim is none other than to mask the horror hidden and perpetrated by its eponymous main character. Hannibal Lecter's unmistakable taste for art, as well as the character's ambivalent nature is also transferred to television fiction through his recreations of works of art he creates by means of his victims. His art is built on the artistic movement of the Baroque and, based on body art or contemporary art, he takes the human body— the corpse— to shape it, misshape it, and establish it as the centerpiece of his work. This corrupt and decadent art not only seeks to pervert the concept of beauty, but also of art itself in the reinterpretation it proposes.


Palabras clave


Arte contemporáneo; Barroco; Estética; Hannibal; Serie de televisión.


Keywords


Contemporary art; Aesthetic; Baroque; Hannibal; TV series


  1. Introducción


    El consumo, la creciente apuesta por la producción de las series de ficción, así como su formato serial las ha convertido en el producto audiovisual predilecto de nuestro tiempo, un espacio propicio para la experimentación y posibilidades estéticas distintivas (García-Martínez y Nannicelli, 2021: 356). Es por esa razón que las series se configuran como un poderoso dispositivo sobre el que explorar la dimensión estética, aspecto a menudo obviado en el entorno académico (Creeber, 2013; Nannicelli, 2017; Huerta y Sangro, 2018).

    Si bien resultan escasos los estudios que ahondan en esta temática, se han realizado recientemente investigaciones como los llevados a cabo de la superproducción Juego de Tronos (Game of thrones, HBO, 2011-2019) (Wells- Lassagne, 2014; Barrientos Bueno, 2020), la española La Peste (Movistar +, 2018-) (Hermida, Barrientos-Bueno y Pérez, 2021) o la serie Hannibal (NBC, 2013-2015) (Crisóstomo, 2015; García Martínez 2018; 2019; Azkunaga García, 2021a; 2021b), precisamente, la que aquí nos ocupa.

    Es la estética de la ficción producida por el showrunner Bryan Fuller uno de los aspectos más analizados de esta, si bien apenas se ha examinado el continuo diálogo que establece para con el arte clásico y contemporáneo. Hannibal destaca entre la serialidad contemporánea por la eficacia con la que despliega, a lo largo de sus tres temporadas, una estética preciosista con la que enmascara el horror perpetrado por su protagonista homónimo en los innumerables escenarios de muerte en los que el espectador es testigo.

    El canibalismo permanece oculto a través de la delicadeza con la que compone sus piezas cárnicas en forma de suculentos y apetecibles menús degustación. Los escenarios del crimen, por su parte, son embellecidos por medio de la referencia directa y premeditada a obras, tanto del arte clásico como del contemporáneo.

    El interés primero de la ficción es suprimir todo límite conocido, transgredir los conceptos culturalmente contrapuestos a través del binomio del que se compone el propio protagonista como médico-asesino, psiquiatra-psicópata y salvaje esteta. «La serie de Bryan Fuller es un oxímoron violento y perpetuo, que se empeña en colisionar opuestos: disfrute y dolor, hermosura y espanto, gore y

    gourmet, el refinamiento y la bestialidad, el canibalismo y la haute cuisine» (García Martínez, 2018: 98).

    El propósito de la presente investigación es descomponer—estableciendo un símil, si se permite, con la descomposición que realiza el propio Lecter de sus víctimas y del arte—, con miras a ahondar en la estética empleada a lo largo de la ficción, máxime en los detallados escenarios de muerte representados. Tomando el análisis fílmico para tal labor, a partir de aquí se exploran los recursos formales, expresivos o retóricos de los que se vale la ficción analizada, con objeto de desentrañar los mecanismos de significación que subyacen a la imagen. Como bien afirma Santos Zunzunegui (1994: 72), no existe decisión expresiva que no se refleje en el plano del contenido (y viceversa), puesto que toda elección resulta deliberada y contribuye a crear un continuo juego de contrastes e interrelaciones.


  2. Marco teórico. Del arte clásico al contemporáneo


    Una obra de arte es, ante todo, un reflejo de las preocupaciones y perspectivas de cada artista, en particular, y de la sociedad, en general. Dicho de otro modo,

    «toda la cultura de una época se expresa, en mayor o menor cantidad y de un modo más o menos profundo, en la obra de cualquiera» (Calabrese, 1999: 12). Tradicionalmente cada pieza artística se ha enmarcado dentro de una corriente artística específica, pues en cada obra prima un estilo, técnica, temática e ideología concretas. Siguiendo las palabras del recientemente citado autor, no deben, sin embargo, tomarse las características asociadas a cada corriente estética como rasgos unificadores de una determinada época, sino como «un estilo de pensamiento y de vida, que entrará en conflicto más o menos productivo con otros» (Calabrese, 1999: 23) y que hará distinguir una determinada obra del movimiento artístico que le precede y aquel que le sucede.

    El apartado que sigue está destinado a realizar un breve recorrido sobre la evolución del arte y la manera en la que este se ha ido constituyendo a lo largo de la historia, en su continuo interés por reescribir las normas prestablecidas y (re)configurar su propia naturaleza. El objetivo es, al fin y al cabo, explorar las principales características del arte clásico y contemporáneo, aquel que

    deliberadamente toma como referencia el protagonista homónimo de la serie en su particular despiece artístico de sus víctimas.


    1. Luces, sombras y el (dis)gusto por el arte


      Desde sus orígenes, las bellas artes han buscado idealizar los motivos representados en pos de hallar la pureza y armonía en las composiciones artísticas. Desde la época grecorromana hasta el Renacimiento se hace especial hincapié en la proporción casi matemática de las obras de arte, en las que prima lo figurativo, la luz y la claridad. No obstante, el concepto de lo «bello» no es absoluto ni inmutable, ya que va adoptando, según Umberto Eco (2005: 41), diferentes carices a lo largo de historia. Así, del orden, claridad y rigor, la búsqueda de la profundidad y el realismo del Renacimiento (Lipovetsky, 2004: 73), el arte se desplaza con el Barroco al desorden, oscuridad y dramatismo para remarcar la tensión y el movimiento de los sujetos representados.

      La pintura del siglo XVII deja atrás la búsqueda de la perfección y el esplendor de la corriente artística que le precede para manifestar su preocupación por la efimeridad de la vida, así como la fascinación por la fealdad, por las imágenes cuya belleza se ha visto corrompida. Esto es, estos artistas se sienten atraídos por las anomalías, por lo monstruoso, por las enfermedades y las operaciones quirúrgicas (Sierra Valentí, 2007: 572) y representan, por primera vez, la desmesura, desproporción y disarmonía, tradicionalmente negados a ser representados en el arte (Bodei, 1998: 110). Así,

      la propia idea del arte ligado a la utilidad religiosa o decorativa y al virtuosismo técnico comienza a descomponerse en favor de una libertad creativa que permite despegarse de la idea burguesa y contemplativa de lo bello y representar todas las facetas de la vida humana (Loredo, Castro, Jiménez y Sánchez, 2014: 272).


      El Barroco surge como respuesta a una época convulsa en donde la sociedad se divide y debate entre los diferentes pensamientos «entre el paganismo y el cristianismo, entre la ciencia y la alquimia, entre el racionalismo y la religión» (Barrios, 2010: 67). La presencia de conceptos culturalmente contrapuestos será la tesis predominante en los cuadros barrocos, en donde se expone «la existencia humana no como una armonía equilibrada, sino como una tensión

      angustiosa entre afirmación de la vida y apoteosis de la muerte» (Martínez, 2016: 697).

      El siglo Barroco sobresale, pues, por expresar un nuevo tipo de arte, «una belleza que está, por así decir, más allá del bien y del mal. Puede expresar lo bello a través de lo feo, lo verdadero a través de lo falso, la vida a través de la muerte» (Eco, 2005: 233). Justamente, es el concepto de la fealdad —protagonista en esta corriente estética— la que, en contraste con la belleza, se ha abordado de forma tangencial a lo largo de la historia (Eco, 2007; Barrios, 2010; Rosenkranz, 2015).

      La fealdad es entendida en el arte como la antítesis de lo bello como «una carencia de armonía que viola las reglas de la proporción» (Eco, 2005: 133). Son aquellas imágenes que causan disgusto o se tornan desagradables para los humanos o, para Karl Rosenkranz, la fealdad está también ligada a lo criminal, a lo repugnante y demoníaco.

      Lo bello placentero invita a ser degustado (…) El estímulo de la placentero nos atrae hacia sí para su disfrute y halaga todos nuestros sentidos. Lo repugnante, por el contrario, nos repele, porque suscita en nosotros, disgusto por su necedad, horror por su carácter mortuorio, repugnancia por su carácter horrendo (Rosenkranz, 1992: 282).


      No obstante, si algo es el arte, es artificio, pues, tal y como afirmaba Kant, y corrobora más tarde Eugenio Trías (1982), es capaz de transformar escenas horrorosas en imágenes de suma belleza. Si bien «el engaño del arte no consiste en afirmar lógicamente lo falso, sino en dar consistencia y credibilidad a los fantasmas del deseo» (Bodei, 1998: 43). Esta contemplación de imágenes violentas genera, siguiendo con las reflexiones de Immanuel Kant (1990) y Edmund Burke, lo sublime, un sentimiento contradictorio de (dis)gusto, de desear acercarse y distanciarse del objeto al mismo tiempo. Es la catarsis de las pulsiones humanas (Barrios, 2010: 29) lo que genera esta «macabra atracción» (Kolnai, 2013: 90).

      Existe, sin embargo, una única condición para conferir una experiencia estética placentera; la de no sobrepasar el límite de lo aceptable, pues el asco es el sentimiento que provoca un rechazo inmediato para los seres humanos (Rozin y Fallon, 1987: 28; Azara, 1990: 77; Barrios, 2010: 41). Es una reacción de defensa humana ante un objeto que genera disgusto (McGinn, 2016: 15) y es,

      justamente, en esa frontera, entre lo aceptable y lo inaceptable, lo correcto y lo inmoral, donde se constituye el arte contemporáneo.


    2. Los deshechos y el cuerpo humano en la construcción del arte contemporáneo


      A lo largo de los siglos, el arte ha ido evolucionando en la forma de representar las imágenes. Sin embargo, las innovaciones de cada época no devienen por el soporte o material escogido para dicha labor, pues la importancia de la obra no radica en su materialidad, sino en el contenido y significado mismo de la obra. Esta concepción del arte se altera completamente con la llegada del moderno, del arte encontrado o ready made. Las obras que se inscriben en el también llamado «arte conceptual» buscan proyectar un concepto o una idea a partir de la unión y transformación de diferentes elementos. La materialidad de la obra adquiere, por ende, una nueva dimensión, ya que el propio arte viene condicionado por el material del que se compone e, incluso, de la perdurabilidad del mismo.

      Si bien el objetivo de la pintura o de la escultura era capturar y detener en el tiempo de una determinada escena o escenario, el arte contemporáneo se recrea, precisamente, en esta idea.

      Entre los efectos de la propagación de lo bello en la cotidianeidad está la disminución de su tradicional pretensión de duración, del deseo de representar cosas

      «más perennes que el bronce». Surgen así obras de arte decididamente efímeras, también en relación con un pretendido carácter perecedero o inestable de sus soportes materiales (Bodei,1998: 98).


      El principio regulador de este arte es la exploración de la atracción-repulsión de los grandes tabúes—la suciedad, lo escatológico, la putrefacción o los cadáveres—, en donde la ruptura de la concepción tradicional de la belleza y la fealdad están aseguradas. El concepto de lo «abyecto», abordado por Julia Kristeva (2004:21), alude a aquello que no está permitido en sociedad, a la exclusión o el tabú, y es, justamente, el arte contemporáneo el que se vale de él para generar una cierta incomodidad en quienes lo contemplan.

      El arte moderno pone, en definitiva, el acento en lo informe, en las estéticas de la negatividad y la transgresión. Autores como Omar Calabrese (1999) bautizan a esta corriente artística bajo el concepto del «Neobarroco», a fin de rebautizar,

      en palabras del propio autor, la «manida» etiqueta «posmodernidad» bajo la que se catalogan estas obras (1999: 28).

      Este tipo de arte consiste en «la búsqueda de formas— y en su valorización—, en la que asistimos a la pérdida de la integridad, de la globalidad, de la sistematización ordenada, a cambio de la inestabilidad, de la polidimensionalidad, de la mudabilidad» (Calabrese, 1999: 12). Este arte «se encamina, difícil, penosamente, a elaborar estéticamente los límites mismos de la experiencia estética, lo siniestro y lo repugnante, lo vomitivo y excremental, lo macabro y lo demoníaco, todo el surtido de teclas del horror» (Trías, 1982: 76).

      Este arte


      nace de la necesidad de subvertir el canon de representación occidental del arte (…) que apela al manejo mórbido de la imagen, donde se manipulan los miedos y las fobias de los sujetos, a través de la espectacularización del horror y la violencia (Barrios, 2010: 110).


      Las obras contemporáneas optan por la sangre o los fluidos corporales, lo que supone «un rechazo de la limpieza y el valor de artisticidad y corporeidad normativas» (Bernárdez Sanchís, 2016: 254). Ya no se trata de una representación de la muerte como en la pintura clásica, sino una de presentación del fallecido a través del cuerpo humano— manipulado, mutilado y disecado— en su vertiente más realista.

      El cadáver se convierte en una de las piezas centrales del arte contemporáneo que despierta, a su vez y de forma irrevocable, el sentimiento de lo abyecto, motivo por el cual el arte de las últimas décadas ha adquirido la denominación de «arte abyecto». Como decimos, este sentimiento hace referencia al terror en su forma más tangible y está unida a la perversión. Son, en palabras de Julia Kristeva (2004), la muerte, el incesto y el canibalismo las tres grandes abominaciones y, el cadáver, como resultado de la muerte, el colmo de la abyección. El cadáver, es «el más repugnante de los desechos, límite que lo ha invadido todo» (Kristeva, 2004: 10) y, por ende, «negar la estética de lo bello y acudir a lo abyecto y sucio» supone una de las mayores provocaciones (Bernárdez Sanchís, 2016: 254).

      Los artistas contemporáneos, por su parte, son considerados seres malignos, pues pintan monstruosamente al escoger deliberadamente la fealdad, acercar

      lo desproporcionado, lo deforme y lo obsceno (Azara,1990: 90). Es más, despojan al Ser de sus cualidades y sus componentes (Azara, 1990: 142), invitando, a quienes contemplan su arte, a descender al infierno que han creado (Bodei, 1998: 148). Un infierno ético y estético, inmerso «en el mal y el pecado, pero también en lo feo» (Rosenkranz, 1992: 53).

      El cine, como forma artística, rescata, del mismo modo que el arte moderno, la idea de la corporalidad, la violencia y lo morboso. Siguiendo las palabras de George Bataille (2000), Estelle Bayon ahonda en el séptimo arte a través del concepto de lo obsceno como forma de transgresión (Bayon, 2007: 222) y en el cine de David Cronenberg, uno de los principales exponentes del llamado «Cine de Nueva Carne». Esta corriente artística, en el que se inscribe también la serie a analizar, es definida como una expresión estética basada en la transformación del cuerpo humano, cuya metamorfosis se encamina hacia los abordados conceptos de lo abyecto, lo monstruoso y lo enfermizo (Freixas, 2002; Loredo, Castro, Jiménez y Sánchez, 2014).


  3. (De)construcciones barrocas en la serie Hannibal


    Como ya adelantábamos, es la búsqueda continua de la belleza, de la estética, el mayor estandarte de la serie de televisión objeto de estudio. El propósito de la ficción y de su protagonista es, ante todo, crear la belleza en el mal y arte en el gore (García Martínez, 2018: 99). La ficción —y su protagonista— se enarbolan como un feroz y perpetuo oxímoron (García Martínez, 2020) en donde la muerte y la perversión son disfrazadas por medio de la llamada estética del horror (Azkunaga García, 2021a: 307). Cada imagen se convierte en una verdadera experiencia estética para la audiencia, por medio de una fotografía pulcra y una atmósfera inquietante que desafía el sentido lógico (Medina-Contreras, 2018: 189). Son las imágenes habitualmente eludidas por el arte las que hallan su espacio en la ficción y, las creaciones de Lecter y sus seguidores, la perfecta conjunción entre conceptos opuestos.

    La serie estetiza los más despreciables crímenes del hombre y, por ende, el acto más vil del ser humano logra ser elevado a la categoría de las bellas artes, bajo el influjo de la corriente artística del Barroco. Todo en la serie de televisión es un juego de contrastes, de oposiciones imposibles, similares a las que empleaba el

    mencionado estilo pictórico. La belleza y la fealdad, conceptos cuyos límites tradicionalmente se han visto correctamente delimitados, se tornan aquí en objetos que despiertan el horror y lo sublime a partes iguales. Así, la minuciosa recreación que hace de las obras artísticas se vuelven la seña distintiva del protagonista, Hannibal Lecter, y la extracción de los órganos de sus víctimas, en su inconfundible firma.

    Los subsecuentes apartados analizan los tres escenarios de muerte que se presentan en la ficción televisiva y cuyas imágenes se constituyen directamente tomando como referencia directa la corriente artística del Barroco. En primer lugar, los bellos crímenes de Lecter son convertidos en manos de Lecter en piezas de arte, más concretamente, en tableaux vivants o pinturas vivientes. El cuerpo de sus víctimas cumple un segundo propósito en la ficción, pues con ellos configura sus particulares bodegones humanos, cuya ornamentación y concepción es pareja a la de las pinturas de naturalezas muertas. Finalmente, el tenebrismo y carnalidad de las imágenes barrocas halla su lugar en la serie de televisión, ya que las escenas de lucha se transforman en auténticos escenarios pictóricos barrocos.


    1. Tableaux mortels: La artistificación de la muerte


      Solo un villano como Lecter es capaz de anular los límites culturales establecidos y aunarlos en su ser y en sus obras. La muerte y el canibalismo— dos de las grandes abominaciones de todos los tiempos, asociados a la fealdad en el arte—son eludidos y embellecidos gracias a su singular gusto por la alta cultura o, lo que es lo mismo, a través de su arte homicida (Azkunaga García, 2021a: 309). Los cuerpos de sus víctimas son la pieza indispensable y, cada asesinato, un lienzo en blanco sobre el que pintar, una nueva oportunidad de recrear y repensar la historia del arte y la belleza y despertar, al mismo tiempo, la

      «macabra atracción» de la que hablaba Kolnai (2013: 90).


      Hannibal no solo arrebata las vidas de sus víctimas, sino que manipula a su antojo sus cuerpos para que estos se ajusten a la composición ideada. Con ello, Lecter desea subvertir la idea de la belleza y del propio arte, como ya quisieron hacerlo los pintores barrocos en su momento, no por representar de manera explícita lo enfermizo y la muerte, sino, más bien, por lo contrario, por tomar

      precisamente el cadáver como elemento central de su obra y por corromperlo, aún más si cabe, al jugar a erigir la belleza sobre el mal.

      A este respecto, el caníbal construye un trampantojo en donde el suntuoso y vacuo decorado esconde las fotografías mortuorias de sus víctimas. Los cuerpos que protagonizan su obra son taxidermizados, buscando ofrecer una apariencia similar a la que tenían en vida. El fin de la pintura era mantener a los personajes retratados alejados del olvido y de la destrucción del tiempo (Azara, 1990: 111) Hannibal, en cambio, propone lo contrario. En sus piezas artísticas es el cadáver de sus víctimas el que se instaura como pieza central de su obra y como un recordatorio preeminente de la finita perdurabilidad o mortalidad de los seres humanos.

      El arte de Lecter es de naturaleza caduca, pues el cuerpo humano a punto de descomponerse o pudrirse, núcleo de su arte, se ve, inevitablemente, condicionado por el tiempo, ya que la perdurabilidad e integridad de la obra se ve continuamente amenazada. En este tipo de arte «el cuerpo reinscribe un lugar incierto aún por explorar: el de lo sublime finito» (Barrios, 2010: 306). Se traslada, así, la idea la fugacidad de la belleza, igual de efímera que el de una vida. Dicho de otro modo, la preocupación del Barroco por el paso del tiempo y la presencia universal de la muerte se instala también en las obras de Lecter que se sitúan en un espacio limítrofe entre la vida y la muerte.

      Si el arte barroco oscilaba entre el apego a la vida y el culto de la muerte (Martínez, 2016: 689), Hannibal se constituye como el maestro barroco por excelencia. Ambos conceptos, vida y muerte, son contrapuestos a través del lienzo humano que compone, del tableau vivant (Hermida, 2015; Shaw, 2016) o

      «pintura viviente» de sus víctimas inertes en las fieles recreaciones de obras de arte que se presentan episodio tras episodio. «Hannibal el caníbal» es tanto pintor como escultor o, dicho de otra manera, un escultor pictórico que crea la más realista de las pinturas y la más perecedera de las esculturas. Más acertado quizá sería bautizar este despiece artístico como un tableau mortel, ya que es el cadáver, ser no-viviente, el que protagoniza, al fin y al cabo, la obra.

      En definitiva, Lecter sitúa en el epicentro de su arte al máximo abyecto y practica la mutilación, aquello que tradicionalmente se ha visto como sinónimo de fealdad (Azara, 1990: 31), para transformarlo en una excepcional pieza

      artística. Hannibal reinventa el concepto del tableau vivant, al realizar una recreación artística por medio, justamente, de una pintura no-viviente. Paradójicamente, esta obra de arte postmortem adquiere nuevamente la categoría «viviente», al permitir a los cadáveres putrefactos la capacidad de crear nuevos organismos de vida en su perfecta conjunción con la naturaleza. El cadáver se torna, por tanto, en última instancia, en un símbolo que integra tanto la vida como la muerte.


    2. De la naturaleza muerta al bodegón humano


      Lecter firma cada uno de sus crímenes por medio de la extracción de alguno de los órganos de sus víctimas, cuyo resultado son los menús caníbales que prepara para sus invitados. De la misma forma que la naturaleza tiene presencia en los tableaux mortels de Hannibal, esta es también incorporada en los banquetes que prepara con las piezas cárnicas de sus presas. Hannibal pone sobre la mesa —de forma literal y figurada—el canibalismo y la apetencia por sus elaboraciones, incorporando a sus delicados platos de haute cuisine los más variopintos elementos decorativos.

      La viveza de los colores y la escenificación característica de los platos forman parte de la artistificación de la comida a la que alude Crisóstomo (2014) y que aspiran ofrecer el chef español José Andrés y la estilista de comida estadounidense Janice Poon, encargados de llevar a cabo la puesta en escena de los platos del caníbal. Al igual que los tableaux mortels, los suntuosos y apetecibles menús caníbales adquieren una nueva vida, pues otorgan una experiencia sensorial completa.

      La serie de televisión toma como referentes filmes como El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (The Cook, the Thief, His Wife & Her Love, Peter Greenaway, 1989) en el exceso y teatralidad de la puesta en escena de los banquetes caníbales. El color rojo, tan presente en la ficción televisiva analizada, simboliza igualmente en el filme de Greenaway la violencia y el canibalismo que practican los protagonistas con su tiránico jefe en el restaurante en el que tiene lugar el relato y es precisamente esta última imagen de la película a la que referencia de manera directa la serie de televisión en el sexto episodio de la tercera temporada (Azkunaga García, 2021b: 223) (F1).


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      F1. El ladrón, el cocinero, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1989) y Hannibal (NBC, 2013- 2015)

      Así, la sofisticación y teatralidad de los platos de Hannibal tienen por objetivo esconder el horror, despertar el apetito y modificar la aversión por la ingesta de carne humana, permitiendo obviar la procedencia del ingrediente principal — y secreto— de estos. Lecter logra construir la apetencia por lo repugnante (García Martínez, 2019: 225-226). Se podría decir que el horror es hermosamente cocinado y minuciosamente emplatado para el deleite de los invitados sentados a la mesa y también para los espectadores que se encuentran tras la pantalla (Medina-Contreras, 2018: 204).

      No es baladí ni la disposición ni sobreabundancia de los elementos ornamentales que copan los platos caníbales. Más allá de la búsqueda estética, el tenebrismo, opulencia y teatralidad, los platos de Lecter tienen como fin apelar a las naturalezas muertas o los bodegones del Barroco (Crisóstomo, 2014: 45). En este sentido, los banquetes de Lecter guardan claras similitudes con las obras como las del pintor holandés Jan Davidsz de Heem. En ellas resaltan los colores vivos de los alimentos y de los objetos decorativos como flores, frutas exóticas o conchas marinas, motivos que repite también Hannibal en sus platos.

      Los bodegones humanos de Lecter se sitúan en los lindes de la vida y la muerte, de lo bello y lo feo, de lo sublime y lo macabro y, en esencia, ofrecen una artistificación de y sobre la muerte. Estos cumplen un claro propósito, pues de forma implícita y de igual forma que los vanitas— subgénero del bodegón— giran en torno a la idea de la fugacidad de la vida o de la muerte como algo inevitable. Hannibal juega continuamente con estos motivos y los introduce con la mayor de las sutilezas.

      Es el caso de una de sus víctimas más reconocibles en la serie, Abel Gideon, a quien mantiene preso y para el que dispone, en el sexto episodio de la segunda

      temporada, una pequeña calavera en el centro de uno de los arreglos florales de sus menús caníbales. No es otra cosa que una señal de advertencia de que el final del personaje se encuentra muy próximo (F2).


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      F2. Hannibal (NBC, 2013-2015)


      La imagen promocional de la tercera temporada de la serie se cimienta, nuevamente, en los vanitas barrocos y su objetivo es manifestar la mortalidad de los seres humanos. Toma, así, los motivos más reconocibles de este subgénero como los que se encuentran en la obra «Life with a Skull, a Book and Roses» (1630) del anteriormente citado Jan Davidsz de Heem (F3): la copa de vino (en representación de los placeres terrenales), un ramillete de flores (la finitud de la vida), una calavera (la muerte) y un libro (el conocimiento, el arte y la ciencia que caracterizan el saber de Lecter).


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      F3. «Life with a Skull, a Book and Roses» (1630) de Jan Davidsz de Heem y Hannibal (NBC, 2013- 2015)

      Con esta imagen se lanza una señal de advertencia: memento mori (recuerda que morirás). Sin embargo, en contraste con los vanitas barrocos, no se desea hacer reflexionar sobre la fugacidad de la vida, sino sobre la peligrosidad del propio Hannibal. Con ello, el caníbal, apoyado justamente en la calavera, lanza un mensaje directo a sus comensales, puesto que ninguno de sus invitados queda eximido del peligro, ya que estos pueden fácilmente convertirse en el

      ingrediente principal de su próxima receta.

    3. Estatismo y esteticismo. Escena(rio)s de lucha pictórica


      Del mismo modo que la muerte es camuflada en la serie bajo un manto de esteticismo, la violencia que presentan las escenas y escenarios de lucha son también encubiertos a través de una belleza engañosa. Estas batallas cuerpo a cuerpo se inscriben, igualmente, en el ya citado «Cine de Nueva Carne», en escenas de lucha como la presentada en Promesas del este (Eastern Promises, David Cronenberg, 1984) (Azkunaga García, 2021b:307) y la exposición de las piezas cárnicas de las víctimas del caníbal a lo largo de la ficción de obras de artistas contemporáneos como Gustave Caillebotte y su lienzo «Calf's Head and Ox Tongue» (1882), «Figure with meat» (1954) de Francis Bacon o en los cuerpos plastinados de Gunther Von Hagens, cuya obra nace hacia la década de los 90.

      La presencia del cuerpo humano—fragmentado en la exposición cárnica del caníbal en su cocina y en los tableaux mortels— sumado a la animalidad de las luchas corporales, contrasta nuevamente con la estetización que se presentan en estos coreográficos combates. Estos últimos son ralentizados y expuestos de una forma similar a las pinturas barrocas en las que se deseaba resaltar el dramatismo, los movimientos y la tensión de los cuerpos de los luchadores, en pos del lirismo.

      Precisamente, la corriente estética del Barroco aspiraba a ofrecer una ruptura del estatismo de la pintura y crear una sensación de movimiento de los personajes retratados (Trías, 1982: 176), todo ello enfatizado a través de la técnica del claroscuro. La ficción enfrenta un nuevo par de conceptos al trasladar la quietud de la pintura a las escenas de movimiento, esto es, pone el arte pictórico al servicio del aparato cinematográfico.

      La serie Hannibal se retrotrae al siglo XVII para tomar para sí la quietud de la pintura en la representación de los combates cuerpo a cuerpo, de gran carga de violencia, que protagonizan los personajes de la ficción. Así, las escenas de lucha quedan suspendidas en el tiempo, mientras que el cuerpo hendido es ensalzado y la violencia que ejercen los personajes enaltecidos y convertidos en un espectáculo elegante y estético (Lynch, 2018: 10). De las pinturas de Caravaggio, la serie toma, entre otros aspectos, el exceso corporal y el tenebrismo o, de pintores como Peter Paul Rubens, destaca el desorden y

      salvajismo en las épicas batallas de lucha como la de «La masacre de los inocentes» (1611-1612).

      La magnificencia de la batalla alcanza el máximo esplendor en los minutos finales de la ficción en su último episodio, donde los cuerpos de Hannibal Lecter, Will Graham y su enemigo común, Francis Dolarhyde, parecen quedarse suspendidos en el aire gracias al empleo de la cámara lenta y reforzada con la técnica del tenebrismo. El tiempo se detiene y se dilata para contemplar y provocar un macabro goce en los ataques que se propician mutuamente los protagonistas de la escena.

      Esta prolongación temporal de la que goza la serie se ve reforzada, igualmente, por el fuerte contraste de luces y sombras, así como la omisión de los sonidos diegéticos de la escena que vienen a ser sustituidos por una suave música instrumental, «Love crime» compuesto por Siouxsie Sioux y Brian Reitzell. Precisamente, el título de la canción se ajusta muy bien a la idea que desea trasladar la ficción, esto es, el disfrute por lo criminal.

      Por otro lado, los ágiles y acompasados movimientos de los protagonistas son presentados a través de planos generales que permiten contemplar el desgarro corporal de los personajes. Se lleva a cabo, una vez más, una transgresión, esta vez de los límites impuestos entre el exterior e interior del cuerpo humano (Barrios, 2010: 114). En determinados momentos, el plano se cierra para mostrar, con un plano detalle, el preciso instante en el que el cuerpo humano se desgarra, como si de un mero trozo de carne se tratase. La sangre brota a borbotones y no solo se ve embellecida por el uso de la cámara lenta, sino también supone un nuevo recordatorio de la mortalidad de los seres humanos, incluso la de los protagonistas.

      Hannibal se abalanza por la espalda contra el enemigo a batir, Francis Dolarhyde, mientras Will lo hiere con un cuchillo. Seguidamente, la cámara se detiene para mostrar el último ataque que asestan Will y Hannibal a Francis. En concreto, el profundo corte que realizan en el estómago y el fiero mordisco en la garganta de su oponente. Esta última imagen establece un símil con la pintura

      «Dante y Virgilio en el infierno» (1850) de William Adolphe-Bougureau que forma parte de una escena de la Divina Comedia que representa el descenso al infierno de Dante y Virgilio (F4). En la ficción se simboliza la entrada al infierno de

      Hannibal y de su discípulo Will que ha decidido aliarse a este para practicar dos de las mayores abominaciones: el asesinato y el canibalismo.


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      F4. «Dante y Virgilio en el infierno» (1850) de William Adolphe-Bougureau y Hannibal (NBC, 2013- 2015)


    4. Tradición y trasgresión. Hacia una nueva concepción del arte


      Si bien el arte homicida de Hannibal se sustenta eminentemente en los ideales y la estética del movimiento artístico del Barroco, le sirven igualmente de inspiración para el arte clásico, en general, y del arte contemporáneo, el body art o arte corporal, en particular. La serie de televisión lejos de ceñirse a una única corriente estética, realiza un breve recorrido por la historia del arte con miras a ofrecer su reinterpretación de la belleza y del arte en sí mismo.

      En su particular recreación del arte, del Renacimiento, Hannibal escoge «La primavera» (1477-1478) de Sandro Botticelli, del Barroco, «El triunfo de la justicia» (1660) de Gabriel Metsu, del arte moderno, «Some Comfort Gained from the Acceptance of Inherent Lies in Everything» (1996) de Damien Hirst y «Hombre árbol» (2011) de Federico Guzmán. De la fotografía realiza una pieza similar a la de «Cupid and centaur in the museum of love» (1992) de Joel Peter Witkin, cuya obra es posiblemente la que más se asemeja a los objetivos que persigue el arte de Lecter.

      Witkin realiza recreaciones de obras de arte clásicas que destacan por su fealdad, si bien a diferencia del caníbal, el fotógrafo desea sacar a la palestra temas recurrentes que han causado rechazo en el arte clásico. Es el caso de los esqueletos con los que construye y referencia a Cupido en la anteriormente mencionada obra y cuya recreación es tomada como referente en la serie (F5).


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      F5. «Cupid and centaur in the museum of love» (1992) de Joel Peter Witkin y Hannibal (NBC, 2013- 2015)

      De la fotografía al séptimo arte, la serie de televisión rescata el trabajo de Bubsy Berkeley, coreógrafo del cine musical de los años 30, y lo hace hasta en un par de ocasiones. El ejemplo más llamativo de la hipnótica composición de Berkeley se da con uno de los bellos crímenes de la ficción. Es un asesino episódico el que construye el asesinato y Hannibal el que lo culmina. En él, decenas de cuerpos son situados y clasificados por distintas tonalidades de piel en un mural humano en forma de ojo.

      En este sentido, la distribución circular y concéntrica recuerda a las imágenes de la coreografía de «By a waterfall» del filme Footlight Parade (Lloyd Bacon,1933) del cine clásico y, a su vez, al body art que propone el artista contemporáneo Spencer Tunick, concretamente, en su obra «La mirilla» (2018) (F6). El cuerpo humano es el elemento indispensable para este artista y el color de la piel el que delimita las «pinceladas» de su pintura. En el arte homicida lo corpóreo alcanza una función vital y composiciones como la aquí presentada rescatan «la importancia clásica y neoclásica de la perfección del cuerpo humano como cúspide del concepto de belleza» (García Martínez, 2019: 218).


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      F6. Footlight Parade (Lloyd Bacon,1933), «La mirilla» de Spencer Tunick (2018) y Hannibal (NBC, 2013-2015)

      Otro de los asesinos episódicos de la ficción realiza un pastiche semejante a los anteriores en la perfecta conjunción entre el arte barroco y el contemporáneo en la reconstrucción que propone de «La Anunciación» (1698) de Caravaggio y la obra «Suspensions» (2012-2023) de Sterlac Arcadiou. Este último artista inmortaliza y suspende en el aire con arneses los cuerpos humanos que le sirven de modelo, de forma similar al criminal de la ficción que honra a sus víctimas sosteniendo con un hilo transparente sus «alas», la piel de la espalda que les ha sido diseccionada y dispuesta como la tortura que practicaban los vikingos del Águila de Sangre (F7).


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      F7. «La Anunciación» (1608) de Caravaggio, «Suspensions» (2012-2023) de Sterlac Arcadiou y

      Hannibal (NBC, 2013-2015)


      En general, el caníbal se aventura a recrear obras clásicas y escoger, para ello, el cuerpo humano a punto de descomponerse para el singular ready made que practica con sus modelos. Tomando a Calabrese (1999) como referencia, Hannibal actúa como un auténtico maestro neobarroco, puesto que forma parte de la estética de la ruptura, aquella que busca tensar los límites y transgredirlos. De su afán por la experimentación practica el collage y el pastiche, entendido este último como la «desarmadura del patrimonio literario (o cinematográfico) inmediatamente precedente» (Calabrese, 1999: 28).

      El arte de Hannibal se encamina, por tanto, en un punto intermedio entre el clásico y el contemporáneo, entre el body art o arte corporal y, a su vez, dentro las artes más clásicas como la escultura, la pintura y el arte culinario. Las obras de Hannibal presentan un carácter aún más transgresor que el de los artistas contemporáneos, pues no solo desea crear una idea de la belleza y el arte, sino destituir y construir sobre aquel que le sirve de inspiración.

  4. Conclusiones


De igual forma que la corriente artística del Barroco tomaba como punto de partida a sus antecesores en su búsqueda por ofrecer una reinterpretación del concepto de la belleza, las composiciones de Lecter se cimientan sobre los ideales del Barroco, de sus maestros, y se suma a esta búsqueda por una nueva concepción del arte. El caníbal realiza una (des)composición artística en sentido literal y figurado, pues no solo disecciona los cuerpos de sus víctimas, sino también las propias obras de arte a las que hace referencia y a las que otorga un nuevo significado. Hannibal profana los cuerpos de sus víctimas, los desfigura y, cómo no, los deja sujetos a su no tan lejana descomposición.

La preocupación del Barroco por el paso del tiempo y su resultado, la muerte, alcanza irónicamente una importancia vital en el arte caduco de Hannibal. La quietud de la pintura se traslada a sus esculturas pictóricas, a los tableaux mortels que crea con los cuerpos inertes de sus víctimas, cuya posición escogida desea adquirir una apariencia similar a la que tenían en vida. La perdurabilidad de la obra se supedita a la de los propios cuerpos, a la materialidad—como a menudo ocurre en el arte contemporáneo—, puesto que la efimeridad tanto de las pinturas no-vivientes como de los bodegones humanos están sujetos a su deterioro.

Para retratar las batallas cuerpo a cuerpo de los protagonistas, la serie de televisión se retrotrae nuevamente al estatismo de la pintura, a través del tenebrismo, el exceso corporal y el carácter ilusorio o artificioso de la mise en scène barroca. La imagen se detiene en el momento en el que el cuerpo es hendido, pues la piel que se secciona es una frontera infranqueable, entre la imagen exterior de los individuos y el interior (las vísceras), imagen tradicionalmente rechazada socialmente (Rozin y Fallon, 1987). El despiece humano de Lecter se ve reflejado también a través de la ficción en estas secuencias de la lucha pictórica dilatadas en el tiempo que son prácticamente troceadas, mostradas fotograma a fotograma.

Al contrario que la corriente artística del Barroco deseaba emplear el arte como un espacio de representación para las imágenes tradicionalmente omitidas—lo enfermizo, las intervenciones quirúrgicas, la muerte— Hannibal realiza el ejercicio opuesto, pues el interés del arte de Lecter reside, precisamente, en

velar el horror sobre el que se erige y utilizar, justamente, la ciencia, más concretamente, la cirugía, como único vehículo para configurar sus despieces artísticos.

Con todo, el caníbal debe ser considerado un pintor o escultor cubista, a la altura de Pablo Picasso, si bien practica la desfiguración de sus víctimas para alcanzar la composición ideada. Todo pintor cubista actúa como un carnicero o cirujano cruel que «despedaza» a sus modelos en sus pinturas (Azara, 1990: 89), de forma similar a Lecter. Es por ello que la serie de televisión establece un símil entre el protagonista y el pintor español en el episodio cuarto de la segunda temporada, donde el rostro de Lecter se deforma igual que el autorretrato de Picasso «Le Marin» (1943) (F8).


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F8. «Le Marin» (1943) de Pablo Picasso y Hannibal (NBC, 2013-2015)


En su afán por hallar la pureza y la armonía, Lecter escoge el arte clásico para subvertir su significado y la osadía y transgresión características del contemporáneo encuentran su lugar también a través de su arte macabro. La sangre que derrama de sus víctimas es la pintura con la que compone su obra y, el cuchillo, el pincel o cincel con el que moldea sus cuerpos (Azkunaga García, 2021b:449). Decía Rosenkranz (1992: 348) que «el mal es incapaz de suscitar un interés estético». No obstante, Hannibal transgrede todo límite conocido al moldear, cual escultor, o construir, cual arquitecto, el cadáver para la exposición de un grotesco escenario del crimen dispuesto para el deleite visual para, incluso, los más aprensivos.

Una obra será más bella cuanto mayor sea la disarmonía y el caos sobre el que logre imponerse (Bodei, 1998: 137). La serie de televisión en su alarde por destacar su estética del horror, logra embalsamar las perecederas obras de

Hannibal en una fotografía preciosista postmortem y hacer lo propio con las escenas de lucha barroca, convertidas ahora en espectáculos pictóricos de suma belleza. El mayor desafío de la ficción es camuflar el horror que suscriben las obras de arte mortuorias del protagonista homónimo y modificar la aversión y el asco por el placer y sublimación que se alcanza a través de su contemplación. Es decir, Lecter busca alimentar el goce de los espectadores a través de su arte ético-estético, permitiendo camuflar —y hacer disfrutar a los espectadores consigo— de un horror encubierto de un modo sumamente hermoso.


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