Andrés Felipe Linares Université Rennes 2 andresfelipe.linares@etudiant.univ-rennes2.fr https://orcid.org/0009-0006-3331-0306
Lo que arde (Oliver Laxe, 2019) y La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015) conjugan una reflexión acerca del cosmos rural como un territorio al cual regresar en busca de redención y catarsis. La naturaleza rural se erige en las obras como un espacio soberano al cual los protagonistas se someten apaciblemente o del cual intentan sobrevivir a su misteriosa fuerza. Sirviéndonos de algunos de los postulados del cineasta Andrei Tarkovski, un autor que siempre acordó una importancia particular al vínculo con la tierra y sus raíces, el objetivo es analizar, además de sus correspondencias diegéticas, extradiegéticas y metafóricas, la forma en que la estética de estos dos films permite una trascendencia del fuerte simbolismo de sus imágenes, liberándolas de cualquier sentido impuesto. Se busca entonces reflexionar sobre cómo el imaginario rural adquiere una estética cuyo resultado se asemeja a una experiencia poética en donde la destrucción sería sinónimo de liberación.
Lo que arde (Oliver Laxe, 2019) and La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015) combine a reflection on the rural cosmos as a territory to return in search of redemption and catharsis. Rural nature is erected in the works as a sovereign space to which the protagonists submit themselves peacefully or from which they try to survive its mysterious force. Using some of the postulates of filmmaker Andrei Tarkovski, an author who always attached particular importance to the bond with the land and its roots, the aim is to analyze, in addition to their diegetic, extradiegetic and metaphoric correspondences, the way in which the aesthetics of these two films allow a transcendence of the strong symbolism of their images, freeing them from any imposed meaning. The purpose is then to reflect on how the rural imaginary acquires an aesthetic whose result resembles a poetic experience where destruction would be synonymous with liberation.
Oliver Laxe; Cesar Acevedo; Rural; Regreso; Estética; Trascendencia.
Oliver Laxe; Acevedo; Rural; Return; Aesthetic; Transcendence.
Lo que arde y La tierra y la sombra conjugan una reflexión acerca del cosmos rural como un territorio al cual regresar en busca de redención, en donde la naturaleza rural se erige como un espacio soberano con el cual los protagonistas establecen una relación de sometimiento apacible y reminiscencia, conduciéndolos a afrontar un presente apocalíptico y un pasado tempestuoso. El filme de Laxe inicia con un enfrentamiento directo entre la industrialización descarnada de la modernidad y el misticismo ancestral de un árbol que logra detener el ataque, mientras la pieza musical de fondo parece elevar el poder de la naturaleza rural a esferas religiosas. Enseguida, nos adentramos en el camino de regreso a casa de Amador, el protagonista, mientras contempla la cadena de montañas de la región de Los Ancares. Por su parte, la película de Acevedo empieza con un largo plano secuencia en donde una figura recorre una estrecha y arenosa carretera rodeada por los cañaduzales de una región indeterminada del Valle del Cauca. Cuando un camión deja tras de sí una nube de polvo, distinguimos a Alfonso, el protagonista, regresando a casa. Así, la apertura de las dos obras pone de manifiesto el condicionamiento físico y espiritual que ejercerá el paisaje rural sobre aquellos que regresan y, a medida que la narración avanza, sobre aquellos que nunca abandonaron su tierra.
Esta primera correspondencia diegética se verá potenciada por la visión sibilina de los autores respecto al inquietante futuro del mundo rural, por el retrato compartido de un microcosmos familiar y social disfuncional y por la búsqueda de una redención personal y colectiva cuyo principal condicionante será la interacción de los protagonistas con el universo rural. Una relación particularmente acentuada por el ejercicio estético de los autores, dotado de una sensibilidad que le otorgará a la representación de la naturaleza el misticismo y la inefabilidad que inspiró, en parte, a los cineastas. De esta forma, las correlaciones narrativas y estéticas sumadas a las convergencias extradiegéticas1 hacen del regreso al campo en los dos filmes el retrato de una
1 Ambas obras obtuvieron sendos premios en el Festival de Cannes el año de su estreno, la Caméra d’or de la Semaine de la critique para La tierra y la sombra y el Prix du jury en la sección Un certain regard para Lo que arde. Además, tanto Laxe como Acevedo apelan a actores/actrices no profesionales que permean el relato con una apariencia semi-documental y costumbrista. Finalmente, ambos se nutren de un fuerte registro autobiográfico y los dos cineastas han llegado a declarar que uno de los autores que más los ha influenciado
confrontación con el pasado y con el medio rural, así como la vía para una catarsis espiritual y reviviscencia afectiva que encausa a los protagonistas hacia el reencuentro con una naturaleza que operará simultáneamente como objeto opresor y redentor.
La exposición de la tragedia en múltiples niveles (existencial, identitaria y natural) será el cauce por el cual los directores construyan el camino hacia la catarsis de los protagonistas. Históricamente, la noción de catarsis y su vínculo con la idea de una tragedia fue introducida por Aristóteles en su Poética y desarrollada a partir de una perspectiva más terapéutica que moral. Aunque en su obra el filósofo griego define y asocia el concepto a la representación teatral del miedo y la compasión, siendo estos los únicos sentimientos capaces de engendrar una catarsis en el espectador, su reflexión ha permitido a autores como Sigmund Freud, Jacques Lacan o Jakob Bernays extrapolar el concepto al psicoanálisis y la filosofía. Para ellos, la catarsis se configura ya no solo a partir de una emancipación o una descarga espiritual, sino a través de un proceso que confronta al individuo con el enigma de sus deseos mediante la sustitución de la belleza por el horror y la exhortación del objeto opresor, conduciéndolo finalmente a la anhelada abreacción. Este proceso de confrontación es lo que directamente experimentan los protagonistas de Lo que arde y La tierra y la sombra, ya que para allegarse a esa descarga espiritual tendrán que explorar el misterio de sus emociones: en el filme de Laxe, el gusto de Amador por el fuego, ya no solo representado por su acto de piromanía sino de manera más íntima por la forma como calienta el pan en la cocina de carbón y la conexión de Benedicta con una naturaleza que le proporciona resguardo emocional y le permite una mejor comunicación con su hijo; en la película de Acevedo, la nostalgia de Alfonso por una tierra que parece condenada a la destrucción y los fantasmas de su pasado junto a Alicia. En este regreso al medio rural, la noción de catarsis se entiende entonces desde una perspectiva moral y sobre todo espiritual2, alejada, solo en parte, de la hipótesis aristotélica3. Esto se debe a que en ambas obras la bifurcación histórica del concepto, la catarsis
ha sido Andrey Tarkovski, cuya teoría artística y estética se hace presente en las obras y sobre la cual volveremos más adelante.
2 Siendo esta una de las tres acepciones históricas del concepto ligada al estado de purificación del alma y el espíritu, sumada a la dimensión médica (purga de dolencias corporales) y a la dimensión religiosa (Barrucand, 1970).
3 El concepto de catarsis para Aristóteles, como lo mencionamos, se asemeja más a una visión estética, aunque no se aleje completamente de un significado ético.
dionisíaca (colectiva) y la catarsis apolínea (individual) (Barrucand, 1970), se funde en una sola al expresarse como purificación emocional y como purga del alma, en donde lo rural no solo es el vínculo que enlaza a los protagonistas con el medio social y familiar, sino también con sus propios fantasmas, cuya representación final es la encarnación de la condición espiritual de los personajes.
Habiendo establecido este primer enfoque, el de la búsqueda por una redención con las texturas rurales como principal vector, nuestro análisis se concentrará igualmente en el ejercicio estético de los autores cuya devoción por la obra del cineasta ruso Andrey Tarkovski les permite, primero, inscribirse en lo que Paul Schrader (2022) denominó style transcendantale, el cual es capaz de conferir a un filme la facultad de sobrepasar cualquier tipo de enfoque cultural o incluso personal, lo que evoca la posibilidad de alcanzar una verdad de orden espiritual a través de un equilibrio objetivo entre la imagen y la realidad. Y segundo, incorporarse a lo que conocemos como el slow cinema, un ejercicio audiovisual cuyas características formales permiten una nueva y renovada exploración del mundo natural, alejada radicalmente de representaciones moralistas y orientada al reencuentro del individuo con su tierra. Esta dirección nos permitirá entonces describir y entender la forma como Laxe y Acevedo, primero, retratan los tres estados relacionales del individuo con el espacio rural, la partida, el regreso y la permanencia, y segundo, conjugan el regreso al medio rural con la búsqueda de una abreacción identitaria y existencial mediante un lenguaje que refuerza y acentúa la presencia del paisaje, haciendo de este el protagonista principal y aquel que condicione los procesos catárticos de los personajes.
Para aprehender el ejercicio audiovisual de los autores tenemos antes que nada que situarnos en el marco en el cual se desarrollan y establecer la forma como este se relaciona con esa vuelta al medio rural.
Por un lado, Lo que arde se aleja radicalmente de los tópicos tradicionales del imaginario fílmico español que durante décadas rodó el regreso al campo supeditado a enfoques moralistas, folclóricos o políticos. Desde la posguerra y
hasta finales de los sesenta, lo rural se convierte en una herramienta ideológica que opone la pulcritud moral del campo frente a la perversidad de los espacios urbanos. Uno de los regresos al medio rural más célebres lo encontramos al final de Surcos (Antonio Nieves Conde, 1951) en donde la familia del pueblo, sencilla, ingenua y virgen de maldad se ve obligada a retornar al campo tras su fallida y trágica estancia en Madrid. Aunque el espacio rural no tiene mayor influencia en la diégesis central, la película de Nieves Conde sí pone sobre la mesa el regreso como condicionante del buen funcionamiento de las estructuras familiares4. Como lo afirma José Enrique Monterde, no será hasta la época del tardofranquismo cuando se produzca un verdadero viaje de vuelta, «desde el exilio interior de la posguerra, hasta las vacaciones familiares, pasando por la partida de caza o la búsqueda de los orígenes» (2010: 167). Durante estos años, quizás únicamente Carlos Saura con La prima Angélica (1974) y Elisa, vida mía (1977) evoque ese regreso al campo como una búsqueda interior de los orígenes debido a una crisis existencial mediante la recreación del pasado como expiación de los fantasmas del presente, aunque aquí las texturas rurales siguen sin influir directamente en las diégesis principales y se mantienen como telón de fondo. Por su parte, la visión estética del campo en La tierra y la sombra se beneficia especialmente de las políticas económicas y los nuevos modelos artísticos de la industria colombiana cuya voluntad, desde la nueva Ley de Cine de 2003, fue fomentar la coproducción con el extranjero (Pineda, 2018) y, en particular, redefinir una cinematografía por tantos años subordinada a la representación del campo bajo el prisma de la violencia. Ejemplos notables durante los últimos años los encontramos en La cerca (2004) o La tierra en la lengua (2014), ambas dirigidas por Rubén Mendoza, en donde la imagen del campo se ve condicionada por una violencia que se convierte en el fantasma del pasado que atormenta el presente de los protagonistas; Comprobamos que, aunque gran parte de las diégesis se desarrollan en espacios rurales, estos no son determinantes en el devenir de los personajes.
De esta manera, aquello que termina por alinear las obras de Laxe y Acevedo y les permite descollar en medio del panorama fílmico orientado a la representación del campo, es el tratamiento estético del misticismo del paisaje
4 Casos similares, aunque desde una perspectiva estética e ideológica opuesta, fueron dos filmes de Pedro Lazaga La ciudad no es para mí (1966) y Los chicos del PREU (1967), cuyo regreso al campo, aunque puntual, denota claros tintes moralistas.
rural que eleva este último, en ocasiones, por encima de la propia narración e incorpora a los autores a una renovada concepción del regreso al campo, profundamente autobiográfica y alimentada desde del cine más autoral5.
La mirada autobiográfica y autoral y la búsqueda por una experiencia trascendental es lo que permite a las obras acercarse a la definición aristotélica de la catarsis, cuya presencia en nuestro análisis se hace más que preponderante si tenemos en cuenta que, además de las múltiples correspondencias diegéticas y extradiegéticas entre los dos largometrajes y como lo mencionamos anteriormente, tanto Laxe como Acevedo comparten un interés particular por el lenguaje fílmico de Andrey Tarkovski6. Y es que tanto el filósofo griego como el cineasta ruso concibieron su ideal de catarsis por medio de la expresión artística. Mientas que para Aristóteles la catarsis era posible únicamente a través de la representación teatral de las emociones trágicas del miedo y la compasión (Marx, 2011), para Tarkovski, «el arte debe preparar a la gente para la muerte […] y conmovido frente a una obra, el espectador siente el mismo llamado del artista, lo que genera un golpe purificador y sublime en el alma» (2013: 50).
En las obras más personales del cineasta ruso, El espejo (1975) y Sacrificio (1986), la experiencia estética está continuamente dotada de poesía, onirismo y dilación, y no es casualidad que en estas la barrera de lo enigmático y lo opaco, detrás de la cual se esconde lo inefable, es decir, el «verdadero mensaje tarkovskiano» (Governatori, 2002: 47), se construya en medio de la rememoración del paisaje rural de su infancia, de la conexión del individuo con su tierra y del miedo a la destrucción de la misma. De esta manera, no es de extrañar que Laxe y Acevedo den rienda suelta a un retrato autobiográfico en donde el reencuentro con la sensibilidad y las texturas del medio rural profundiza
5 En la misma línea narrativa y estética de Laxe y Acevedo encontramos, por un lado, a Meritxell Colell quien, en su primer largometraje de ficción, Con el viento (2018), narra un viaje de autodescubrimiento y redención familiar tras la vuelta de la protagonista a la casa en el campo de su madre. Por otro lado, Asier Altuna retrata en Amama (2015) la conexión espiritual de una familia con una tierra que ve enfrentados al regreso en búsqueda del reencuentro con las raíces y el arraigo de nunca haberlas abandonado.
6A propósito, Laxe declara: «Por supuesto tengo mis maestros. Tarkovski y Bresson son dos cineastas en los que me apoyo mucho, fueron como maestros que me dieron confianza. En el caso de Tarkovski por su apuesta decidida por la imagen y también la confianza en relacionar cine y Fe, cine y lo sagrado» (Fernández, 2019). Por su parte, Acevedo afirma que «mis referentes han sido Tarkovski y Bresson. Me impresiona esa forma en que apuntan a los sentimientos y como se revelan las pasiones humanas» (Peláez, 2015).
la crisis identitaria y emocional de los individuos. Esto, a través de un lenguaje que, al dilatar el tiempo de los planos, magnificar la sonoridad del paisaje y acentuar el registro costumbrista, se asienta como expresión realista y, tomando las palabras de André Bazin, se convierte en prolongación y superposición de la propia realidad (Casetti, Saffi, 2005: 35).
La dilatación y acentuación temporal están esencialmente expuestas por medio de múltiples momentos en donde a través de largas secuencias y primeros planos los protagonistas entran en contacto directo con las texturas del paisaje. Como consecuencia, al intentar equiparar el tiempo narrativo (los largos planos secuencia o la pasividad de la cámara en los momentos de introspección de los personajes) con el tiempo del relato (el sosegado transcurrir de los días y el actuar parsimonioso de los protagonistas) se genera en el espectador la misma sensación de vínculo con la tierra que condiciona a los personajes e inspira a los autores. La manera como se forja el tiempo en el relato de ambos filmes es a través de lo que Gerard Genette denomina pausa descriptiva, en la cual la descripción de un elemento (un paisaje) mediante la contemplación, no representa una pausa del relato ya que esta corresponde a una parada reflexiva del protagonista, haciendo que el fragmento descriptivo (contemplativo) nunca se aleje de la temporalidad de la historia (2019: 181). Cada momento de contemplación del espacio rural y de sus componentes (naturales o no, en primeros planos o en plano general) está supeditado a la presencia física o espiritual de los protagonistas: la llegada de Alfonso, su presencia constante junto al árbol familiar y el cuidado de las plantas, Alicia y Esperanza trabajando en medio de la inmensidad de los cañaduzales y la familia en medio del incendio de estos, los paseos de Amador y Benedicta en el bosque y el resguardo que encuentran en este o la conexión inicial, a través de la música, entre el árbol majestuoso y Amador. Momentos en donde, Genette lo reafirma, «el poder de la fascinación se entiende por la presencia de un secreto no develado, un mensaje indescifrable pero insistente, asomo y promesa de la revelación final» (2019: 184): comprender la conexión del ser con su tierra.
La sensación de ese vínculo estrecho es posible gracias a una adecuada
orquestación del ritmo narrativo y de sus componentes: la fuerza de las
imágenes, la coreografía de los movimientos y el uso apropiado de la música (Biró, 2007: 82-84). Así, la fuerza de las texturas rurales se destaca por sus primeros planos (constantes en ambos filmes, en Acevedo a través de la cámara fija y en Laxe por medio de travelling lentos) y una musicalización y sonoridad que, como veremos más adelante, enlaza a los protagonistas con la tierra por vías místicas y espirituales. Si los autores deciden tomar la vía tarkovskiana de la dilatación temporal, es porque en la obra del cineasta ruso «la presencia paciente de su cámara busca moldear el tiempo para expresar lo infinito deteniendo el curso del mismo […] para sobrepasar la banalidad de la historia y alcanzar una verdad metafísica» (Biró, 2007: 175). Solo la contemplación (de los personajes y la nuestra), ya no solo de los paisajes sino también de la incidencia de estos sobre el devenir físico y espiritual de los protagonistas, es entonces lo que permite vislumbrar ese misterio insondable.
Si hay algo que define el misterio de la catarsis, cuya extrapolación al misticismo de la naturaleza rural se erige como elemento clave de las obras, es esa facultad paradójica de transformar horror en placer7, y es exactamente esa operación la que ilustra la forma como los dos filmes concluyen: el incendio final de Lo que arde conjuga la turbación emocional que hasta aquí ha colmado el espíritu de Amador y cuya incomunicabilidad y aprensión le impiden expresar. Incomunicabilidad palpable solo frente a su madre (en los momentos al interior de la casa, de ahí la relevancia de las escenas que comparten al exterior en donde la comunicación es más serena al estar en contacto directo con la naturaleza) y los habitantes del pueblo a quienes Amador prefiere evitar. Desde los primeros instantes de su regreso, Amador no cesa de reavivar su vínculo con la tierra y el comportamiento de esta se entrelaza con su sensibilidad, una afinidad por la naturaleza ilustrada ya no solo en el rechazo de Amador por la llegada de turistas, sino en cada cuadro de él en medio del paisaje, una oda hacia la capacidad curativa del campo, capaz de entender los verdaderos y más inexplicables conflictos del alma humana. Así, la aparición final del fuego exterioriza el ardor del espíritu de Amador, además de destruir aquello que
7Una dimensión particularmente destacada por Jacques Lacan a partir de la hipótesis de Aristóteles (Vivès, 2010).
podía significar la hecatombe final de su universo (la casa reconstruida por los habitantes para atraer turistas).
Como Amador, Alfonso se empeña desde el inicio en redescubrir y recuperar una tierra condenada al olvido, un esfuerzo acentuado por los continuos primeros planos de él limpiando las plantas envueltas en cenizas y construyendo una pequeña plataforma para alimentar aves (cuyos cantos solamente él reconoce), aun así, nunca vemos a los pájaros descender y sus intentos de protección se perderán entre las cenizas finales. Estamos entonces frente a una apología y refutación del fuego, un fuego que destruye y regenera, un fuego cuya belleza y repulsión inefables redefinen la vida de los protagonistas y legitiman la sensación de holocausto natural que invade a los autores. Como en Sacrificio, las llamas aparecen cuando el peligro que acarrea el progreso económico y tecnológico se hace inevitable, lo que ubica a los protagonistas en medio de un dilema identitario: continuar su existencia bajo el yugo implacable de la industrialización, pero con una fe intacta en el poder ancestral de la tierra (la decisión de Alicia de no abandonar su tierra y el resguardo constante que encuentra en esta Benedicta) o encontrar el camino de la salvación lejos de la misma (la partida de Alfonso con su nuera y su nieto).
En ambos filmes, la catarsis llegará en la secuencia final a través de la destrucción de parte de lo que definía la naturaleza rural. En La tierra y la sombra, la quema de los cañaduzales que acordonaban la casa familiar se propaga en una secuencia apocalíptica mientras la familia se despide del hijo, esposo y padre fallecido y termina por desintegrarla en aras de un interés colectivo. La redención emocional, parte esencial del proceso catártico, se materializa cuando Alfonso y Alicia logran conciliar el dolor de su separación únicamente tras la muerte del hijo y mientras que él prefiere marcharse de nuevo antes que ver su tierra devastada, ella decide quedarse y morir junto a la misma. La brutalidad del final se intensifica al pasar de un plano figura de la redención de Alfonso y Alicia junto al árbol familiar, a un plano secuencia del incendio que cubre toda la escena de una nube gris de cenizas, un plano que, por medio de travelling horizontales y de zooms in y out, retratan en plano general el incendio de los cañaduzales y la conmoción de la familia, y en primer plano el dolor inenarrable de la pérdida del ser amado. En Lo que arde, el incendio final del bosque inicia con un plano general del mismo bajo una nube rojiza para luego
ser filmado de modo casi documental mientras bomberos y civiles intentan inútilmente apaciguar las llamas. Los primeros planos de la tierra y los árboles ardiendo, la mirada impotente de los pobladores y el breve ascenso de una pieza musical de tinte religioso, consolidan el misticismo de la presencia del fuego y del comportamiento de la naturaleza rural. A pesar de la devastación del paisaje y aunque veamos a Benedicta caminar sobre las cenizas del bosque incinerado en la secuencia posterior, desde el regreso de su hijo el entorno natural le permitió, no solo encontrar resguardo, sino reparar la incomunicabilidad que desde el inicio distinguía su relación, la cual parece renovarse por completo después del incendio y luego de que algunos pobladores hayan golpeado a Amador. De nuevo, es la pausa descriptiva y la dilación temporal a lo Tarkovski lo que termina por acrecentar la sensación de apocalipsis de ambos incendios y corroborar la existencia de una redención emocional en los planos posteriores.
Si en Tarkovski la búsqueda por lo sublime pasa antes que nada por una experiencia estética (para luego adquirir una dimensión poética y espiritual), las cámaras de Laxe y Acevedo conciben una imagen íntima y cuidadosamente elaborada por medio de las texturas y del carácter del paisaje rural, así como de la forma en la que aquellos que lo habitan ven alterada su existencia al encontrarse con un mundo en plena transformación. En el regreso de Amador (por obligación social y familiar al no tener a dónde más ir tras dejar la cárcel), y potenciado por esa primera secuencia, los grandes planos generales, que registran la exigüidad del ser humano frente a la inmensidad de la naturaleza, resaltan la intención de Laxe de elevar espiritualmente al paisaje por encima del hombre. De la misma forma, en la vuelta de Alfonso (por necesidad familiar debido a la enfermedad de su hijo) Acevedo pasa de un encierro inicial, patente por la vastedad de los cañaduzales, a un plano final de la casa liberada de los mismos. Así, ambos autores desarrollan un sistema evolutivo de la relación entre la imagen y el mundo diegético a través de variaciones graduales en la construcción de los planos, los encuadres o la sonorización (cuya densidad y sutileza amplifican los sonidos naturales, en particular el fuego y la lluvia),
otorgándole al paisaje una pluralidad sensorial y simbólica (un mundo opresor a la vez que redentor) que determinará el proceso catártico de los protagonistas.
En su ensayo sobre el arte cinematográfico, el cineasta ruso afirma que «utilizada como estribillo, la música hace más que solo intensificar la impresión de la imagen visual […] abre la posibilidad de crear una nueva impresión transfigurada del mismo material» (Tarkovski, 2013: 171). En Lo que arde, escuchamos el Nisis Dominus en crescendo de Vivaldi, primero, en la escena de apertura que sitúa en un mismo plano espiritual el misticismo del bosque y el regreso de Amador, y después, en el momento en que Benedicta empieza a buscar a Luna (la mascota que se ha extraviado) y un viaje en coche de Amador donde parece haber perdido toda esperanza en las relaciones humanas. Si sumamos el estribillo intermedio, también de tonalidad mística y angustiosa, en donde Amador se pierde entre la niebla junto a Luna, estamos frente a lo que Michel Chion llama la doble línea de escape temporal (2019: 207). En esta, el sonido y la imagen crean un sentimiento de anticipación temporal y narrativa que genera, tanto en el personaje como en el espectador, una expectativa constante por algún tipo de resolución. El lento travelling de la secuencia inicial termina revelándonos la majestuosidad del árbol y su conexión con Amador, mientras que la escena del coche se consuma con el primer plano del incendio final. Así, en la misma línea de Tarkovski, la reiteración de este escape temporal profundiza la búsqueda de un ideal relacional entre el ser y la tierra y genera nuevas impresiones en la experiencia del espectador.
A medida que la narración avanza, la cámara de Acevedo se acerca gradualmente a los protagonistas, mientras que los planos del paisaje y los sonidos naturales registrados por Laxe se hacen cada vez más extensos y potentes. Esta evolución se establece en paralelo a la intensificación de la crisis de los personajes en su búsqueda por el reencuentro con la tierra (los fantasmas y recuerdos) de su pasado y la colisión frente al desgarrador presente. La presencia creciente y la extensión temporal de los primeros planos (tanto sobre los elementos naturales como sobre los individuos) tienen como único objetivo sobrepasar la realidad física, mientras que la cámara atenta y silenciosa, frente al actor y al paisaje, buscará la epifanía y lo inefable (Biró, 2007: 126). Vemos, por una parte, como se manifiesta paulatinamente el conflicto entre Alicia y
Alfonso después que este abandonara la familia hace años y, por otra parte, la
forma como la apatía social de Amador se intensifica hasta llegar al conflicto final con los pobladores. La diégesis profundiza entonces la estrecha relación entre los individuos y el cosmos rural, y con ello la del espectador con el relato. La dominante presencia del campo se acentúa por su condicionamiento sobre la existencia de los individuos, Alfonso cura su herida aplicándole tierra y Amador prefiere la vista del paisaje y las labores del campo que las del hogar y además, de manera más explícita, la comunicación familiar en ambas obras se desarrolla libremente solo bajo el árbol familiar en La tierra y la sombra y en las praderas circundantes a la casa de Benedicta en Lo que arde, convirtiendo de esta forma al paisaje en el personaje principal del relato.
Al querer filmar de esta manera el regreso al campo, los autores, siguiendo la vía tarkovskiana, construyen la búsqueda por la catarsis de sus personajes por medio de un arte trascendental que se articula con el misterio que inspira el medio rural. Para Schrader esta trascendencia se conjuga con el misticismo, haciendo de este la representación absoluta del arte, inexplicable y desprovisto de toda forma y sonido (2022: 27). Y es que, a pesar del realismo de las imágenes, ambos largometrajes cuentan con escenas cercanas al onirismo y, como hemos dicho, que evocan el misterio de la naturaleza y la conexión del ser humano con ella. La ensoñación de Alfonso reaviva los fantasmas de un pasado que reaparece para curar a su hijo y liberar a toda la familia, pero la autoridad ancestral del árbol y la presencia de Alicia exponen la incapacidad espiritual de abandonar por completo la tierra. La manera de filmar el fuego, la relación de Amador con los animales, la fuerte presencia de la niebla y las largas notas del trombón intensifican la experiencia audiovisual y confirman la necesidad de un arraigo total a la tierra para vislumbrar su misterio. La contemplación deviene entonces en aquello que adentra al espectador en la psique atormentada, melancólica y mística de los protagonistas y en la forma como su contacto con la ruralidad condiciona sus procesos de redención. Podríamos, incluso, entender las obras mediante lo que Scott Mcdonald (2016) catalogó como ecocinema, una corriente al interior del slow cinema en donde la persistencia temporal de la imagen provee al espectador un intenso ejercicio audiovisual, así como una experiencia de apreciación y de inmersión en los procesos naturales, llevándolos a alzarse, en ocasiones, sobre la propia historia del filme.
Retomando el principio de contemplación expuesto anteriormente y la manera como a través de este nos adentramos en la psiquis de los personajes y estos a su vez en el misticismo del medio rural, cabe destacar el procedimiento mediante el cual los directores construyen el punto de vista de los protagonistas y su posición dentro de la espacialidad rural. Seymour Chatman establece los dos mecanismos mediante los cuales se subraya el punto de vista de los personajes: la cámara subjetiva y la ubicación espacial del personaje dentro del marco respecto al objeto contemplado (1978: 158-161). En nuestro caso, tanto Laxe como Acevedo apelan al segundo mecanismo: en los planos medios y generales, vemos continuamente a los protagonistas de perfil o de espalda contemplando o desplazándose a través de los paisajes, siempre ubicados en medio o en una esquina del marco. Este mecanismo no solo permite asimilar la aprehensión de los personajes de la tierra que habitan, sino también concebir el equilibrio de poder que se ejerce entre el ser y el espacio rural, la exigüidad y transitoriedad del primero, frente a la magnificencia y decaimiento del segundo.
Hemos mencionado al inicio la bifurcación del concepto de catarsis entre apolínea y dionisíaca, una dualidad presente en las dos películas en la medida en que el paisaje condiciona el pasado íntimo de los protagonistas e influye en sus lazos familiares y sociales. Si como hemos visto, la concepción del tiempo y del ritmo del relato contribuye a la búsqueda de la redención emocional, la confrontación de estos dos modelos de catarsis tendrá como denominador común la manera como la caracterización de los espacios rurales estimula la reflexión sobre la identidad personal y colectiva de los personajes. Desde las secuencias de apertura, constatamos que el reencuentro de los protagonistas con el medio rural está supeditado a la cohesión, en un solo espacio-tiempo, del individuo con su tierra, una convergencia incentivada a lo largo de los relatos por la puesta en escena de los directores. El inicio de ambas obras se inscribe en lo que Gaudreault y Jost, en su estudio sobre los modelos de articulación espacial como uno de los fundamentos del relato cinematográfico, definen como la identidad espacial (2017: 142-144): la pertenencia a un único espacio, representada por medio de múltiples articulaciones. El filme de Laxe se abre con una escena en ralenti, realzando el corte onírico y espiritual de la
misma, que nos adentra en el corazón de un bosque siendo atacado por unos
tractores, rápidamente, el sonido diegético de la tala da lugar a un travelling vertical que retrata en primer plano las texturas de un árbol, manifestando así la majestuosidad y el carácter místico de la naturaleza. Aunque el plano siguiente de Amador parece situarnos en el inicio directo del relato, el Nisis Dominus de Vivaldi que conecta ambos planos sugiere que, como se ha dicho, tanto el universo rural como Amador parecen compartir un único espacio dotado de connotaciones espirituales. Por su parte, la película de Acevedo empieza con un largo plano secuencia en cámara fija y gran profundidad de campo, en donde la naturaleza, los cañaduzales y el camino de tierra, aprisiona a Alfonso, el cual percibimos primero en plano general y después de atravesar una nube de polvo, equiparable a una puerta de entrada, en plano figura. Así, la vuelta al campo en ambos largometrajes retrata desde el inicio el acceso a un espacio rural capaz de acoplar su propia identidad con la de aquellos que lo habitan. Tanto Alfonso como Amador se encontrarán con un universo en vías de destrucción, un proceso que influirá directamente en sus crisis identitarias ya que constituye el origen de la enfermedad del hijo del primero (el polvo residual de la quema de los cañaduzales) y confirma la fisura existencial del segundo (su devoción por el cuidado de la naturaleza frente a su misteriosa piromanía).
La bifurcación del modelo de catarsis como condicionamiento espiritual de los personajes y su funcionamiento respecto a la espacialidad del medio rural, se explica igualmente a través de lo que André Gardies denominó poder relacional y orden axiológico (1993: 83), dos de los componentes que definen la caracterización espacial fílmica. En el primer caso, el carácter hermético de los espacios en La tierra y la sombra define claramente la fisura relacional de los personajes con la tierra que habitan: el encierro del hogar familiar retratado siempre en planos medios y fijos que reflejan la ruptura emocional entre sus miembros y la imagen de los cañaduzales que aun en planos generales impide vislumbrar un mundo exterior. Una fisura materializada por el apego de Alicia a una tierra ancestral condenada al olvido por cuenta de la industrialización, y por el anhelo fútil de Alfonso de reencontrarse con la tierra de su pasado. En el segundo caso, el orden axiológico de los espacios en Lo que arde alcanza valores íntimos y religiosos. Los constantes primeros planos sobre hojas y troncos se intercalan con el plano fijo de Benedicta resguardándose de la lluvia bajo un árbol y la lenta panorámica de Amador perdiéndose entre la niebla del bosque
en compañía de Luna, reflejan su conexión sincera con la tierra y, como se mencionó anteriormente, facilitan su comunicación en oposición a las escenas en interiores en donde impera el silencio.
La concepción de la tierra como objeto y sujeto de la memoria, el perecimiento de este universo rural y la consecuente desintegración social y familiar son simultáneamente el elemento opresor y liberador que genera la anhelada catarsis en los personajes. Aunque gran parte de la estructura narrativa y estética esté consagrada al reencuentro con la tierra de Amador y Alfonso, sus procesos de redención están subordinados a la visión apocalíptica de los autores, a causa de la cual ya no solo ellos sino también Benedicta y Alicia se ven condicionadas por la naturaleza del paisaje rural. Tanto Laxe como Acevedo confeccionan el proceso de abreacción de sus protagonistas contraponiendo la reviviscencia de una conexión espiritual con la tierra y la inexorable devastación de la misma por el impulso materialista del presente. Por un lado, el inicio y final de Lo que arde ilustra las pretensiones desmesuradas del modernismo industrial, la resiliencia de la tierra ancestral, su misterioso e ineludible comportamiento y la incomprensión humana. Por su parte, el arranque y desenlace de La tierra y la sombra exponen el avance inhumano de la economía industrial y sus consecuencias trágicas sobre la vida rural. Y es por intermedio de este enfrentamiento que las historias se acercan, primero, a uno de los sentidos originales de la noción de catarsis: el de una purga y una separación que cura el mal a través del mal (del dolor) (Vivès, 2010). Y segundo, al sentido retórico y poético de la catarsis diseñado por el filólogo Jacob Bernays en el cual la catarsis no busca transformar el objeto opresor, sino estimularlo al máximo y enfrentarlo con el sujeto oprimido para que este pueda finalmente librarse de él. Los protagonistas se ven agobiados por la pérdida del estado natural de su tierra y las heridas de un pasado que parecen no cicatrizar. El proceso catártico estimula esa devastación y remembranza y los sitúa en el primer plano del relato y el desenlace de los filmes confirma la confrontación y posterior liberación de los personajes: aceptar el destino fatal y el comportamiento inexplicable de la tierra (Alfonso y Amador) sin olvidar el arraigo espiritual a la misma (Alicia y Benedicta). Los protagonistas combaten
así tanto la trasmutación de su medio como el ardor de sus almas, haciendo del dolor la única vía hacia la redención. Un dolor que, retomando el sentido de catarsis planteado por Lacan, tiene su origen en lo bello, del reencuentro con la sensibilidad del medio rural a la muerte del hijo y los incendios finales.
Estamos finalmente frente a dos obras cuyos procesos de abreacción están caracterizados por la heterogeneidad teórica de la noción de catarsis, ya que es a través de múltiples representaciones del dolor y del renacer emocional que los personajes visualizan el ideal de su redención. Ambos largometrajes elevan la relación con las texturas del campo a esferas espirituales, esto es, catárticas, haciendo del regreso de los personajes una experiencia trascendental gracias a una fórmula estética que «propone una nueva autoconciencia del mundo natural [así como] una fascinación renovada por el estilo de vida rural y los ambientes vírgenes del materialismo» (De Luca, 2016: 219). Si a esto añadimos los procesos de purga y separación respecto al núcleo familiar y social y al inefable comportamiento de la naturaleza, constatamos que en ambos largometrajes el regreso a la tierra, la búsqueda y el reencuentro con las raíces y el retrato de crisis identitarias multiplican la representación de una catarsis tangible solo a través del cosmos rural.
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