
Pedro Poyato Sánchez Universidad de Córdoba pedro.poyato@uco.es
https://orcid.org/0000-0003-2511-5392
Una de las directrices que refrendan la escritura almodovariana es su elaboración del relato a partir de remolinos de imágenes donde se mezclan personajes, tiempos y lugares para luego aparecer, de pronto, un reordenamiento de la historia distinto al cronológico. Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019) prosigue esa tendencia, adivinándose en este caso, más que en ninguna otra de las películas del cineasta manchego, una fuerte componente autoficcional. A ello puede añadirse en este caso un notable trabajo de la escenografía que conlleva la transformación en museo de algunos de los espacios vitales del protagonista, así las casas por él habitadas de adulto y de niño. El objetivo de este trabajo es el estudio de ambos asuntos, los espacios reconvertidos en museo por medio de la puesta en escena y la dimensión autoficcional del filme.
EDRO POYATO
ESPACIOS RECONVERTIDOS EN MUSEO Y AUTOFICCIÓN EN DOLOR Y GLORIA (ALMODÓVAR, 2019)
One of the guidelines that endorse Almodovarian writing is his elaboration of the story from swirls of images where characters, times and places mix and then suddenly appear a rearrangement of the story other than chronological. Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019) continues this trend, guessing in this case, more than in any other of the films by the filmmaker from La Mancha, a strong autofictional component. Added to this, in thes case, is remarkable work of the set design, with entails the transformation of some of the spaces into a museum. vital aspects of the protagonist, as well as the houses he inhabited as an adult and as a child. The objective of this work is the study of both issues, the spaces converted into museums through staging and the autofictional dimension of the film.
Almodóvar; Narración; Escenografía; Museo; Autoficción.
Almodóvar; Narration; Scenography; Museum; Autofiction.
Como bien ha significado Mavin D´Lugo (2007: 199), a partir de La flor de mi secreto (1995) el cine de Almodóvar manifiesta unas constantes que a la postre han acabado rubricando la escritura almodovariana. Entre ellas cabe destacar la particular ordenación en el relato de los diversos acontecimientos de la historia y el despliegue de voces que los narran. Dolor y gloria prosigue esta propensión en la que ahora resulta de especial relevancia el trabajo escenográfico, en especial en lo que se refiere a la formalización del espacio de las viviendas del protagonista adulto y niño; viviendas, sombría, la primera, y luminosa, la segunda, en las que la función hogareña propia del lugar resulta muy disminuida en aras de una reconversión de las mismas en espacios museísticos –de un patrimonio cultural, el primero, y de uno natural, el segundo–
, según operaciones de puesta en escena de especial calado. Así mismo, Dolor y gloria introduce una importante dimensión autoficcional –o de ficción autobiográfica, tanto da–, si por esta entendemos no un acopio de pruebas históricas fehacientes de la vida del cineasta, sino las múltiples derivas que de ellas impone la fuerza tanto de la ficción como, sobre todo, de la identidad visual del filme, en aras, todo ello, de la creación de un relato eminente, en palabras de Caballero Bonald (1998: 8).
Aun cuando pudiera establecerse cierta ligazón entre ambas cuestiones, así la conformación de la casa como museo del protagonista adulto a semejanza de la vivienda del cineasta en Madrid, el presente trabajo opta por abordarlas por separado, atendiendo en un caso a esa tendencia almodovariana, constante en su filmografía, interesada por el tratamiento de los interiores, y en el otro al cultivo de la autoficción, motivo igualmente recurrente en la obra de Almodóvar, tal cual ha sido señalado, entre otros por Gómez (2014: 53-80) y Sánchez Noriega (2017: 30-34).
A ello se dedican las líneas que siguen a partir de metodologías trabajadas por Pedro Poyato en el campo de la narración y escenografía almodovarianas (2015), por André Gardies en lo que se refiere a conceptualizaciones de espacio y lugar (1993), y por Gérard Genette y Anna Caballé, entre otros, a propósito de las escrituras del yo (1993 y 2017).
Para Dolor y gloria le di dos indicaciones [a José Luis Alcaine, director de fotografía]: los claroscuros, para marcar no sólo la noche sino la oscuridad en la que vive el protagonista, y la profundidad de foco. Quería que los segundos y terceros términos (y los fondos) tuvieran el máximo foco posible. El personaje de Antonio Banderas vive aislado y si los elementos que le rodean y los fondos aparecen en foco la sensación de soledad es mayor (Almodóvar, 2019a: 217).
Esta declaración del propio Almodóvar encierra una de las claves de la película, pero no por lo apuntado en relación con el personaje, sino por lo que la profundidad de campo demandada –mucho más, si tenemos en cuenta que Almodóvar es un cineasta de la planitud, no de la profundidad1– supone en la mostración de la escenografía, que de este modo no es reducida a un mero fondo sobre el que se recorta el personaje, sino que adquiere por sí misma una notable presencia visual. Parte fundamental de esa escenografía son los cuadros que adornan las paredes de la vivienda del protagonista del filme, Salvador Mallo (Antonio Banderas); cuadros que, así convertidos en figuras, transforman la casa en un espacio propiamente museístico.
Un somero inventario de las pinturas y figuras escultóricas que amueblan la vivienda basta para demostrar su condición de museo. A diferencia de otros filmes de Almodóvar, los cuadros no están ahora destinados a ejercer la función de intertextos, sino que se limitan a estar ahí, permaneciendo como testigos mudos de las escenas que se desarrollan ante ellos; cuadros, por ello, que no intervienen en la acción, deviniendo de este modo en meros elementos escenográficos sólo encaminados a convertir la casa en museo2. En una conversación entre Salvador y su secretaria Mercedes (Nora Navas), ella le
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1 Sea dicho en palabras de Gilles Deleuze, quien adscribe las obras de Dreyer y Kurosawa a los valores de la planitud, reservando para su inclusión en los de la profundidad a Welles y Mizoguchi (1987: 235).
2 A diferencia de lo que, por ejemplo, sucede con aquellos libros de la biblioteca de Salvador de los que son extraídas citas a modo de intertextos. Así, del libro Nada crece a la luz de la luna, de Torborg Nedreas oímos el siguiente párrafo leído por Salvador, que yace en la cama: «Entré en la habitación donde estaba Johannes. Se había dado la vuelta haciéndose un ovillo, así que no había sitio para mí. Al intentar hacerme un hueco se despertó e hicimos el amor, pero la soledad me acompañaba y no lograba expulsarla de mi corazón. Estábamos todo lo cerca que dos personas pueden estar, pero cada uno en su mundo», cita que apela directamente a la soledad interior del protagonista Salvador. O esta otra tomada de El libro del desasosiego de Pessoa, que un plano detalle recoge subrayada, mientras la oímos declamada en la voz de Salvador: «La vida me disgusta como una medicina inútil. Y es entonces cuando veo claramente lo fácil que sería alejarse de este tedio, si tuviera la simple fuerza de querer alejarlo de verdad», palabras a las que se manifiesta especialmente sensible un Salvador enfermo, con graves dolencias físicas y psicológicas, por cuya cabeza parece merodear la idea del suicidio. No obstante, el filme introduce también libros que solo amueblan la escenografía de la casa, libros, pues, mudos, así Ana No y El cordero carnívoro, ambos de Agustín Gómez Arcos.
comenta que le han sido solicitados dos cuadros de Pérez Villalta para una exposición en el Guggenheim. Pero Salvador se niega a prestar los cuadros alegando que son su compañía. Pues bien, del mismo modo que los cuadros no viajan al Guggenheim para ser expuestos al público, tampoco lo hacen a las capas más profundas del texto para convertirse en intertextos, sino que permanecen, insistimos en ello, en el nivel más superficial, esto es, como meros elementos escenográficos destinados a la refundación de la casa en espacio museístico. Repasemos brevemente algunas de las escenas que se desarrollan en la vivienda de Salvador para atender a la irrupción en ellas de las pinturas y demás objetos artísticos que forman parte de la escenografía.
En la primera ocasión que vemos a Salvador en su casa, aparece, nada más entrar en ella, un plano cuya parte superior izquierda recoge un cuadro de Pérez Villalta (F1). En los planos siguientes, planos amplios todos ellos, de conjunto de la casa, puede apreciarse la disposición de cuadros, muebles y esculturas, desde Artista viendo un libro de arte, de Pérez Villalta, a la izquierda, hasta Máscaras en diagonal, de Maruja Mallo, en la columna del centro; y el Cabinet de mariposas de Fornasetti, al fondo, además de los tótems de Ettore Settsass, dispuestos en el suelo (F2 y F3).

F1. Dolor y gloria (Netflix, 2019)

F2. Dolor y gloria (Netflix, 2019)

F3. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
Más adelante, en el plano de Maya, la sirvienta, despidiéndose de Salvador, pueden verse a la derecha Bodegones con gato, dos composiciones fotográficas del mismo Almodóvar (F4). Y cuando Salvador recibe la visita de Alberto (Asier Etxeandia), la cámara los acompaña mientras se acercan a los dos grandes cuadros de Sigfrido Martín Begué que presiden la estancia (F5), movimiento que concluye con una apertura del espacio que permite ver otra vez los tótems de Ettore Settsass (F6) depositados en el suelo. Posteriormente, la cámara prosigue componiendo el espacio que se abre a la mirada de Alberto
hasta acabar encuadrando, a la derecha de la imagen, La flor, de Jorge Galindo (F7). Es así cómo, al hilo del desplazamiento de los personajes, la cámara atiende imantada a los cuadros colgados de las paredes de la casa, de manera que su mostración se descubre como uno de los ejes que vertebran visualmente las distintas escenas.

F4. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F5. Dolor y gloria (Netflix, 2019)

F6. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F7. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
En la continuación del segmento anterior, cuando Alberto acude precipitadamente hasta la cocina para socorrer a Salvador, presa de un ataque de tos, la pintura Racimo de uvas, de Maruja Mallo, instalada en el centro del encuadre, preside la composición (F8). Y así, por mucho que los cuadros devengan en testigos mudos de la acción –ni Maruja Mallo, ni su famoso racimo de uvas, tienen nada que ver con el golpe de tos de Salvador–, sí reclaman una presencia que acaba convirtiéndolos en los centros de interés visual del plano. En esta misma línea, cuando Salvador y Alberto pasan al salón, poco después, sobre el sofá en el que se sientan, puede verse el cuadro de gran formato Portería, de Abraham Lacalle (F9). Y frente al sofá, una gran pantalla de plasma exhibe La niña santa, la película de Lucrecia Martel (F10), de modo que las
cinematográficas participan también de este festín museístico de imágenes que envuelven a los personajes3.

F8. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F9. Dolor y gloria (Netflix, 2019)

F10. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
En un segmento posterior de esta misma visita, Alberto y Salvador aparecen otra vez en la cocina. No menos compuesta que las anteriores, la imagen responde sin embargo ahora a un punto de vista que es ya otro: a la izquierda, en primer término, el panel frontal del frigorífico sirve de soporte al collage que componen una multitud de imanes; en el centro, al fondo, La flor de Galindo y un ventanal que deja ver la vegetación exterior; y a la derecha, en segundo término, las geometrías simples impresas en el vidrio de la puerta de la cocina, obra de Patricia Urquiola (F11). El filme se interesa de este modo no sólo por mostrar los cuadros, sino por componerlos, jugando para ello con el punto de vista –en
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3 Si bien en estas imágenes de La niña santa puede adivinarse un posible puente autorreferencial que las liga a las imágenes primeras del protagonista sumergido en total quietud en una piscina, no es menos cierto que estas encuentran su intertexto mayor en las fotografías de la serie Japón (Isabel Muñoz, 2018), tal cual ha señalado Poyato (2024: 60).
ocasiones combinado con la iluminación– que estructura el plano. A veces, alguno de los cuadros es mostrado reiterativamente, como el de Pérez Villalta de la entrada, algo que encuentra su justificación narrativa en los recibimientos y despedidas de Salvador a cada uno de sus invitados (F12). O como, también, los dos grandes cuadros de Sigfrido Martín Begué, que igualmente adquieren una presencia destacada en la siguiente visita de Alberto a Salvador, en esta ocasión enmarcando el enfrentamiento entre ambos, cuando las palabras de éste, en conversación telefónica con el director de la Filmoteca sobre el trabajo del actor en su película Sabor, despiertan la ira de aquél (F13).

F11. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F12. Dolor y gloria (Netflix, 2019)

F13. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
Más adelante, en la escena donde Salvador tritura sobre la cómoda del dormitorio el combinado de pastillas que vierte luego en un vaso de agua, el personaje, sin ningún motivo que lo justifique, gira su cabeza dejando ver parte del cuadro que hay detrás de él. Se trata en este caso de otro de los bodegones fotografiados por el propio Almodóvar (F14), y que, como los aparecidos en una
escena anterior, fueron exhibidos en 2018 en la Galería Marlborough de Madrid con el título Vida detenida. Tal es la variedad de cuadros que amueblan las distintas estancias de una casa que, en el transcurso del relato, va pareciéndose cada vez más a un museo. No por casualidad todos los cuadros, incluidos estos del propio cineasta, han sido exhibidos en exposiciones y galerías, encontrando así su refrendo como obra artística. Uno de estos mismos bodegones de Almodóvar será exhibido por segunda vez algo después, cuando Salvador, aprovechando que Mercedes recibe una llamada, acude a dar un par de caladas a un cigarrillo impregnado de heroína: al fondo del correspondiente plano puede verse, de nuevo, la foto del bodegón (F15).

F14. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F15. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
Y al hilo de la visita de Federico (Leonardo Sbaraglia), la escena correspondiente viene presidida por un importante trabajo de la luz como puede ya apreciarse en el plano que la abre, donde Salvador aparece pulsando la tecla del portero automático. Con el personaje envuelto en sombras, la luz se distribuye entre los otros elementos del cuadro, un poster de atractivos colores rayado en negro por la interposición de la puerta de vidrio de Patricia Urquiola, a la izquierda; el cuadro Pájaro de interior, de Dis Berlin, a la derecha; y en el centro, reposando sobre la mesa, cuatro manzanas verdes recogidas en un plato, y un hermoso flan, componiéndose de este modo un exquisito bodegón cinematográfico (F16). Resulta así una imagen donde el personaje es lo de menos, al diluirse su presencia en la sinfonía de obras recogidas en el interior del campo visual, así la pintura de Dis Berlin –destinada a convertir, junto al resto de obras pictóricas que venimos inventariando, la casa en museo–, la mixtura poster-puerta de vidrio –emanada de un trabajo de puesta en escena que pasa por la yuxtaposición visual de ambos– y el bodegón
cinematográfico. Se diría que la presencia escenográfica de tanta obra pictórica contamina al propio filme, por cuanto este, como obra de creación que es, no sólo compone un cartel, sino que forja un bodegón.

F16. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
En la continuación de la escena anterior irrumpen algunos de los cuadros ya vistos, así Máscaras en diagonal de Maruja Mallo, y el tótem de Ettore Sottsass, cuando Federico es invitado a entrar en la casa; y Artista viendo un libro de arte, de Pérez Villalta (F17), durante la conversación que los dos personajes mantienen en el salón. Y posteriormente, cuando Federico ha abandonado ya la casa, a la izquierda de la imagen, frente a la cabeza de Salvador, se recorta con absoluta nitidez Pájaro de interior de Dis Berlin (F18), cuadro que aparece, pues, enmarcando este segmento de la visita que Federico brinda a Salvador.

F17. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F18. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
Por su parte, la escena de más adelante donde Mallo pasea con su madre (Julieta Serrano) por la casa, viene precedida por un plano en el que la puerta
de vidrio de Patricia Urquiola, en primer término, produce ahora un llamativo efecto visual al transparentar lo que hay detrás de ella, en especial los muebles de cocina y azulejos, que de este modo parecen descompuestos, como si de las piezas de un rompecabezas se tratara, en multitud de piezas rectangulares (F19). Como en un caso anterior, el filme se sirve de las obras que amueblan su escenografía para conseguir llamativos efectos visuales. En el paseo posterior de madre e hijo por el pasillo, aparecen no cuadros, sino muebles tocados por la mano del artista, en este caso un aparador de madera reciclada de Piet Hein Eek, a la derecha (F20), lo que potencia aún más la carga museística de la casa.

F19. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F20. Dolor y gloria (Netflix, 2019)

F21. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F22. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
Otros objetos de la vivienda dignos de ser mencionados son el tostador de Smeg (F21), que aparece entre Maya y Mercedes, durante la conversación que ambas mantienen en la cocina, y la taza de Hermès, a juego con el polo azul de Salvador (F22), que bebe en ella un té. Objetos estos de uso diario y por ello vinculados a lo que podríamos llamar artes comerciales. Con esta conjugación de cuadros y objetos como los anteriores, o como la lámpara Eclisse de Artemide que hay sobre la mesilla del dormitorio de la madre, entre otros, reunidos todos ellos en la casa del protagonista, se diría que el filme trata de suturar esa grieta que Ernst Gombrich percibe entre las llamadas «artes aplicadas o comerciales, que comprenden objetos de uso diario, y el arte puro
de las exposiciones y galerías» (1997: 596). Cuadros, esculturas y objetos que, por lo demás, desvirtúan la función propia del lugar, en palabras de André Gardies (1993: 69-72), por cuanto con la insistente y detallada mostración de los mismos el relato parece desatender la dimensión propiamente hogareña de la casa – así en la cocina, por ejemplo, no hay lugar para la comida, mucho menos para los desechos, y hasta los alimentos han perdido su carácter orgánico; todo está envasado en plásticos, desde el jamón que Alberto se lleva a la boca del plato que tiene delante, hasta el batido que bebe Salvador, y si bien hay una escena en la que Maya aparece mondando una patata, la cocina permanece impoluta, como así delata el blanco inmaculado y refulgente de las encimeras– para potenciar su dimensión museística. Pero no será este el único lugar que sufre una desviación funcional de este calado. También la casa de Paterna que Salvador habitara en la niñez se va a ver sometida a un proceso semejante.
En efecto, al igual que la puesta en forma fílmica dota de una fuerte componente museística a la casa del Salvador adulto, la vivienda del Salvador niño (Asier Flores), en Paterna, deviene en una suerte de museo natural, algo nada raro si tenemos en cuenta que se trata de una casa-cueva. Pero antes las imágenes se interesan por mostrar la llegada de la familia Mallo a Paterna, un pueblo levantino que presenta la peculiaridad de tener más de trescientas cuevas, la mayoría de ellas todavía habitadas. Camino de la casa-cueva, Salvador y sus padres pasan por una explanada en la que, a modo de menhires, destacan chimeneas encaladas de blanco que confieren al pueblo un cierto carácter mediterráneo (F23). Como puede verse en la imagen, sábanas blancas tendidas en las cuerdas ondean mecidas por el viento a lo largo del recorrido. Antes de llegar a la casa, una pequeña superficie abierta y protegida por una rejilla por la que entra la luz y el aire a la cueva que está debajo, llama la atención de la madre (Penélope Cruz). Detrás de la rejilla aparece un fondo sobre el que pueden adivinarse una maceta con un geranio y un conjunto de mosaicos ordenados al azar (F24), en una imagen que bien pudiera alinearse con las pinturas a bandas o franjas del bostoniano Frank Stella.

F23. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F24. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
Después de una bajada no muy pronunciada, la familia llega hasta la puerta de entrada a la casa, una gruta en cuyo techo hay numerosos desconchones (F25). En el suelo se mezclan el cemento con baldosines típicos del lugar (F26). Salvador mira a través de la claraboya y ve el cielo azul manchado por el blanco de alguna nube (F27), en un plano que puede ser leído como contraplano diferido de ese otro plano anterior (F24), subjetivo de la madre, en el que ésta miraba, a través de la rejilla, el subterráneo. Plano, además, tal es su riqueza visual y discursiva, que encontrará un interesante eco más adelante, en el segmento donde Salvador adulto, mientras espera su turno en una consulta médica, mira hacia el techo y aparecen cuatro pantallas de video con hojas de almendros en flor sobre un fondo de cielo azul manchado de nubes blancas (F28). En la reverberación de aquella imagen sobre esta anida el despertar de la leve sonrisa que aflora en el rostro melancólico de un Salvador tan enfermo como cansado recordando aquella luz amable y tamizada del lucernario de la infancia, y de la que él quiso hacer partícipe a su madre.

F25. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F26. Dolor y gloria (Netflix, 2019)

F27. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F28. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
En el interior de la cueva, el intenso blanco de las paredes aparece manchado por el marrón del adobe asomando por los numerosos desconchones (F29), cerrándose así una cadena de planos de extraordinario atractivo visual en los que los personajes solo sirven de guía para la mostración en ellos de los espacios exteriores e interiores de la cueva destinada a convertirse en vivienda de Salvador niño. La belleza de los objetos artísticos que amueblaban la casa de Salvador adulto, en Madrid, se transmuta ahora en belleza de los espacios naturales que rodean y configuran la casa de Salvador niño. Y así, del mismo modo que la casa de Madrid devenía en museo de obras artísticas, esta otra de Paterna deviene en una suerte de museo natural, según una refundación que convierte las casas en lugares heterotópicos, de acuerdo con la nominación de Michel Foucault (1985-1986: 9-17).
A lo largo de las escenas siguientes, el filme prosigue rentabilizando tantos los lugares exteriores a la casa, así la torre árabe que domina la zona de cuevas, como puede comprobarse en el segmento en el que la madre de Salvador busca a su hijo y lo encuentra subiendo las escaleras del torreón (F30), como los interiores, al hilo de pasajes como aquel en el que la madre de Salvador recibe a la beata del pueblo (Susi Sánchez). La escena muestra a los personajes en un patio de luz con plantas, lugar asombrosamente bello a pesar de la precariedad de los muebles (F31). El guion lo ha descrito admirablemente:
La cueva en la que Salvador vive con sus padres está mucho más adecentada que en los anteriores recuerdos, aunque todavía quede algún desconchón. El suelo está igualado con cemento que une los distintos parches de baldosas hidráulicas. En vez de puertas hay cortinas hechas de una combinación de distintos retales cosidos entre sí. En el patiejo, bajo el tragaluz, hay varias macetas con plantas, geranios, etc. Y una tinajilla de casi un metro de alta, llena de agua (Almodóvar, 2019a: 162).
En esta misma línea, una escena posterior muestra a Eduardo, un joven albañil (César Vicente), rematando una superficie de baldosas hidráulicas sobre las dos pilas de la cocina (F32) que recuerda los collages de figuras propios de las vanguardias artísticas, en una operación donde lo funcional puede ser vinculado, en este sentido, a la obra de arte.

F29. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F30. Dolor y gloria (Netflix, 2019)

F31. Dolor y gloria (Netflix, 2019) F32. Dolor y gloria (Netflix, 2019)
En suma, como la casa de Madrid, esta de Paterna resulta así caracterizada de lugar heterotópico por cuanto, más allá de constituirse en vivienda, que también, deviene en museo natural, con un interior en el que ahora en vez de cuadros colgados en las paredes hay desconchones que recuerdan mapas, como bien se encarga de anotar el guion4, y remiendos de azulejos que son auténticos collages. A esta caracterización contribuye, insistimos en ello, el hecho de que se trate de una casa cueva con un bellísimo entorno natural salpicado de menhires y torreones.
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4 «La cueva está más pintada que en la secuencia anterior, pero justo la pared detrás de los chicos se desmorona formando desconchones que parecen mapas», anota el guion (Almodóvar, 2019a: 87), al hilo de la escena donde Salvador niño, convertido en maestro improvisado, imparte clases a Eduardo, el albañil.
En un momento dado, Salvador confiesa a Mercedes unas declaraciones que le hizo su madre poco antes de morir: «A mi madre no le gustaba que hablara de ella en las películas. Me lo dijo una de las últimas veces que estuvo en el hospital». Estas palabras desencadenan un salto al pasado, un flashback, en el que las imágenes correspondientes muestran a la madre de Salvador ingresada en un hospital contando a su hijo la conversación que en sueños ella había mantenido con Lola, una vecina –matiza– aparecida «desde el más allá de la muerte». Dado el embeleso que este asunto provoca en Salvador, su madre le advierte, convencida: «No pongas esa cara de narrador; no quiero que saques esto en ninguna de tus películas; no me gusta que salgan mis vecinas», concluyendo con rotundidad: «¡No me gusta la autoficción!».
Esta sentencia anterior, oída en palabras de la madre de Salvador, sobreviene ciertamente cómica, por cuanto no deja de resultar chocante que esta mujer, una anciana ama de casa que nunca salió del pueblo, sea conocedora de las escrituras del yo. El propio Almodóvar se ha referido a ello: «Mi madre, obviamente, nunca dijo que no le gustara la autoficción, pero me encanta que lo diga Julieta Serrano […] Autobiografía no es. Es autoficción como punto de partida. Pero la autoficción, que en literatura es un género que ha dado maravillas, en cine no tiene aún mucho prestigio» (Fernández-Santos, 2019: 30).
Es claro el interés del filme por introducir el tema de la autoficción, por mucho que sea a través de la burla, en un dardo muy probablemente dirigido a quienes se han atrevido a hablar de autoficción para caracterizar buena parte de la filmografía almodovariana. Al cineasta no parece gustarle demasiado que sus películas sean tachadas de autoficción, quizá por el poco prestigio que, si nos atenemos a lo dicho por él mismo, según recoge la cita anterior, esa palabra tiene en el ámbito cinematográfico. Y tal vez, por ello mismo, acabara reconociendo que Dolor y gloria es autoficción sólo como punto de partida. Mas conviene señalar aquí que este hecho no es sólo aplicable al campo del cine. También en el de la literatura, una de las escritoras de autoficción más reconocidas, Annie Ernaux, comentaba no hace mucho tiempo que le disgustaba que la asociaran a la autoficción porque ella, en sus obras, parte de su vida, pero en ningún caso para hablar sólo de ella misma (Vicente, 2024).
Prosiguiendo con este mismo asunto, Almodóvar se expresaba así:
¿Es Dolor y gloria una película basada en mi vida? No, y sí, absolutamente […] He partido de sentimientos propios reales, pero me han servido para escribir la primera línea. El resto es inventado, imaginado, impulsado por la fuerza de la ficción […] Empiezo a escribir sobre una base conocida, pero luego la historia empieza a encontrar su verdadero camino (cinematográfico, en este caso) para convertirse en ficción (Almodóvar, 2019b: 15).
Pero estas derivas impuestas por la fuerza de la ficción en nada atentan contra el carácter autoficcional –o de ficción autobiográfica, tanto da5– del filme, pues incluso el diario literario, un texto mucho más exigente que la autoficción con el apego al yo, no está exento de tales derivas, como bien ha señalado Caballero Bonald:
El diario en ningún caso puede ser apreciado ni por sus premisas temáticas, ni por su acopio de pruebas históricas fehacientes ni por ninguna otra razón que la estrictamente literaria. La sinceridad, la probidad, la rectitud no son virtudes que pertenezcan en sentido estricto al inventario de méritos de un escritor, cuyo único cometido se limita a la pretensión de crear un texto eminente (1998: 8).
En efecto, es de eso de lo que se trata: como en el diario, las virtudes de la autoficción de Almodóvar no residen sólo en la fidelidad del relato a la vida del cineasta, sino también en las derivas impuestas, no tanto por la ficción stricto sensu, que dice el cineasta, como por la identidad visual y la forma narrativa del filme, vale decir, por razones estrictamente textuales. Obviamente, en determinados momentos el relato se alía con la fidelidad al hecho real: «Algunas historias, como la mortaja de mi madre, son reales. Concretamente esa, dicha tal cual le ocurrió a mi hermana Antonia, la mayor. Mi madre, que viajaba con la mortaja, le dio las instrucciones de cómo quería ser enterrada» (Fernández- Santos, 2019: 33).
Dolor y gloria se nutre, pues, de la fidelidad al hecho real y de las derivas textuales de ello emanadas. ¿Por qué no llamar entonces «autotexto» –se exceptúa toda acepción referida al campo de la informática que de este vocablo pudiera derivar– autotexto fílmico, si se prefiere, a este texto
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5 Para Agustín Gómez (2021: 421), sin embargo, la autoficción tiene poco recorrido en Dolor y gloria, decantándose por caracterizar la película de ficción autobiográfica, en terminología de Philippe Lejeune (1994: 63). De cualquier modo, tal diferenciación terminológica, discutible por lo demás, dados los borrosos límites que separan un concepto del otro, como de hecho refirió Manuel Alberca (2007: 126) al insistir además de en el notable parentesco entre autoficción y ficción autobiográfica, en la dificultad de adscribir ciertas obras a uno u otro escenario, tal diferenciación terminológica, decíamos, resulta irrelevante para lo que tratamos de elucidar en este trabajo.
almodovariano? En ello redundaría el hecho de que, además de contener en su interior matices autoficcionales, sea creado con la pretensión de convertirse en un texto eminente.
Anna Caballé ha señalado que en la autoficción el autor se recrea a sí mismo, pero también a sus seres próximos «igualmente gentrificados» (2017: 2). Tal es el caso de la madre en Dolor y gloria. Pero el cineasta acude también a familiares como Antonia, la hermana mayor, en este caso para apropiarse de sus recuerdos y, trasplantándolos a Salvador Mallo, adaptarlos a la historia contada. Y añade Caballé, en esta misma cita anterior: «De este modo, el autor se instala en el eje de la acción como único paisaje posible, halagando al mismo tiempo la inteligencia del espectador que se complace en descubrir, o creer que descubre, los elementos no ficcionales depositados en la ficción» (2017: 2). Mas el espectador del cine de Almodóvar no necesita complacerse –aunque puede lógicamente hacerlo– en descubrir tales elementos, dado que esa información puede recabarla por vía paratextual, a través de las muchas declaraciones, entre las que se cuentan entrevistas, diarios de rodaje o incluso textos escritos para la ocasión, del propio cineasta.
La escena posterior, en la que Salvador Mallo habla a su madre acerca de su homosexualidad, es especialmente significativa en este sentido. Almodóvar ha explicado que esta escena, a diferencia de la de la mortaja, nunca ocurrió: «Yo nunca tuve esa relación con mi madre. Sin embargo, es verdad que en esa escena estoy tocando algo que no había tocado antes. Esa secuencia resume de un modo profundo y doloroso algo que no tiene que ver tanto con mi madre como con mi infancia y adolescencia. La extrañeza que yo veía a mi alrededor» (Fernández-Santos, 2019: 33).
Apoyándose en un acontecimiento que nunca ocurrió realmente en su vida, el cineasta relata este episodio doloroso, patente reformulación del concepto freudiano de novela familiar. Caballé ha depurado este concepto en el marco de la autoficción apuntando que con ello se quiere designar el andamiaje subjetivo y mítico que sustenta una historia de familia insuficientemente esclarecida cuyo origen es una herida que necesariamente deja cicatrices a la larga (2017: 2). Pues bien, eso es justo lo que sucede en ese segmento del filme donde Salvador Mallo, médium de Almodóvar, dice a su madre, con lágrimas
en los ojos, que él sabe que no ha sido un buen hijo para ella. El propio
Almodóvar ha reconocido el llanto liberador que, tras filmar la escena, se desencadenó en él, habiendo de abrazarse, presa de la emoción, a Banderas. Y ello porque en Banderas se hizo carne y sangre este episodio de la novela familiar, mito emanado de una herida no cicatrizada.
No es necesario, pues, mostrar el reflejo fiel del acontecimiento de la vida del autor. La verdad puede emanar también de la deriva textual exigida por la forma narrativa cinematográfica, o, en las palabras de Caballero Bonald antes citadas, por la creación de un texto eminente, autotexto, en nuestra propia terminología. Declaraciones del cineasta han referido algunos de los efectos pretendidos con esta deriva: «No busco que en las escenas con Julieta Serrano piense [el espectador] si yo tuve problemas con mi madre, sino que se vea a sí mismo frente a su propia madre, que admire la ejecución delicada e intensa de la actriz y se emocione con la interpretación de Antonio Banderas cuando la mira y escucha…» (Almodóvar, 2019b: 15). He aquí cómo, una vez más, el cineasta se desvía de la fidelidad al hecho real en aras de los impositivos textuales, con vistas en este caso a la recepción del filme.
De cualquier modo, esta es una cuestión que, como ha señalado Agustín Fernández-Mallo, arregla el paso del tiempo:
Cuando un libro de autoficción es editado, qué es y qué no es el autor, el componente biográfico verdadero o el fake biográfico del personaje, es muy tenido en cuenta por el lector, que lee el libro en esa tensión. Luego, pasan años, décadas, y eso se va diluyendo en el lector y en su percepción, se establece otro pacto de lectura, ya totalmente en términos de novela (ficción) o, por el contrario, de pura biografía (no ficción), pero no ya en esa mezcla. La divina comedia es una obra que entra en la categoría de autoficción, aunque ¿quién lee hoy a Dante en esa clave? Nadie (Aguilar, 2022).
En su sugerente texto, Caballero Bonald prosigue diciendo: «Pienso que los autores de diarios se valen comúnmente de un método de auscultación en la memoria que los disocia de sí mismos y tiende a identificarlos con un personaje de ficción. Ficción y autobiografía constituyen entonces trayectos expresivos afines» (1998: 8).
Pues bien, exactamente esto mismo sucede en Dolor y gloria, si tomamos en cuenta que el rastreo del cineasta, Pedro Almodóvar, en su memoria acaba creando a Salvador Mallo, un personaje de ficción a quien le es conferido, además, el papel de narrador. El hecho de que se trate de una creación a
imagen y semejanza del cineasta, no quiere decir que el narrador-personaje sea el cineasta mismo. El propio Almodóvar ha procurado sintetizar esta diferencia:
En su estado depresivo, Salvador no dispone de ninguna historia que contar. Sólo podría hablar de sí mismo, y en sus circunstancias eso le repele (a mí no, por eso soy yo quien cuenta su historia) […] Cuando Salvador encuentra en una galería de segunda una acuarela… recuerda vívidamente 50 años después la pulsión del primer deseo. Y vuelve a sentir que esa historia debería ser narrada (Esta es la historia que Salvador cuenta, no yo, la que lleva por nombre El primer deseo). Es un sentimiento apasionado y vertiginoso, el mismo que yo he sentido antes de cada una de mis 21 películas… (2019b: 15).
En efecto, El primer deseo, película que vemos rodar a Salvador en la poderosa imagen que cierra Dolor y gloria, introduce la temática del cine en el cine, tan querida por Almodóvar, y poner así de manifiesto esa disociación entre autor y narrador a la que alude el cineasta en su cita anterior, y ello por mucho que ambos –autor y narrador– puedan converger en determinados aspectos. Es en este punto en el que más han insistido los estudiosos de la autoficción, desde Serge Doubrovsky (1977) y Jacques Lecarme (1994) hasta Gérard Genette, para quien la autoficción es un juego metaficticio en el que se pone en duda la unión de autor y narrador, llegando a denominarla «autobiographie honteuse» (1993: 161-162), esto es, autobiografía desvergonzada por cuanto el autor, escondiéndose en ese otro que es el narrador, puede hablar sin pudor.
Podríamos, pues, decir, para concluir, que el cineasta manchego se vale del personaje de Salvador Mallo para recrearse en él –ambos comparten un buen número de afinidades, así profesión, edad, vestuario, casa, o también vínculos familiares especiales con sus madres respectivas– y, a la vez, para esconderse en él –Almodóvar no vivió su niñez en la casa-cueva de Paterna, ni se enamoró de albañil alguno, ni mantuvo con su madre el tipo de relación representado en la película–. Tal es el juego que con la autoficción –palabra por demás que la misma película hace suya en palabras salidas de la boca del personaje de la madre– practica Almodóvar para, dejándose llevar no tanto por los acontecimientos realmente vividos, que también, como por lo demandado por el texto fílmico, crear el autotexto Dolor y gloria.
Un autotexto, por lo demás, caracterizado por una práctica escenográfica que se deja sentir especialmente en la construcción singular de las viviendas del personaje protagonista, Salvador niño y Salvador adulto; viviendas que, también ellas, se distancian y asemejan a las habitadas por Almodóvar niño y adulto. Dolor y gloria opta de este modo por una refundación de ambas viviendas que, en la línea de enriquecimiento discursivo practicada por Almodóvar, las convierte en espacios propiamente museísticos, cargados de un patrimonio natural, el primero de ellos, y cultural, el segundo.
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