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We need her young, we need her hot.

ACERCA DE LA MARGINALIZACIÓN EJERCIDA POR LA INDUSTRIA CINEMATOGRÁFICA HACIA LAS ACTRICES EN LA MADUREZ: UNA APROXIMACIÓN A TRAVÉS DEL TRATAMIENTO DEL SONIDO EN LA SUSTANCIA

(CORALIE FARGEAT, 2024)


We need her young, we need her hot

On the marginalization exercised by the film industry towards actresses in maturity: an approach through the treatment of sound in THE SUBSTANCE (coralie fargeat, 2024)


Adrián Panadero Luna Universidad de Sevilla adrianpanaderoluna@gmail.com

image https://orcid.org/0009-0004-1760-4318


Resumen


La industria cinematográfica hollywoodiense, al igual que otras industrias relacionadas con el imaginario de las grandes estrellas, como puede ser la musical, tiende a desechar a las actrices al alcanzar la madurez, relegándolas a papeles secundarios y disminuyendo notablemente sus ofertas de trabajo. La directora parisina Coralie Fargeat denuncia con ferocidad esta crítica situación perpetuada en el tiempo en su último largometraje: La sustancia (2024). La película, que podría enmarcarse en el género de terror y body horror, ha sido profundamente aclamada por la crítica, galardonada con el premio a mejor guion en el Festival de Cannes, además de contar con cinco nominaciones

para la 97º Edición de los Oscar, entre otros. En este artículo, se analizará el uso

y tratamiento del diseño sonoro en una selección de escenas para remarcar, destacar y enfatizar todas las problemáticas internas que atraviesa la protagonista, la actriz Elizabeth Sparkle (Demi Moore), en su búsqueda de la eterna juventud que la industria le demanda sin miramientos.


Abstract


The Hollywood film industry, like other industries related to the imaginary of big stars, such as the music industry, tends to discard actresses when they reach maturity, relegating them to secondary roles and significantly reducing their job offers. Parisian director Coralie Fargeat fiercely denounces this critical situation perpetuated over time in her latest feature film: The Substance (2024). The film, which could be framed in the horror and body horror genre, has been deeply acclaimed by critics, winning the award for best screenplay at the Cannes Film Festival, as well as five nominations for the 97th Academy Awards, among others. In this article, we will analyze the use and treatment of sound design in a selection of scenes to highlight, highlight and emphasize all the internal problems that the protagonist, actress Elizabeth Sparkle (Demi Moore), goes through in her search for the eternal youth that the industry unceremoniously demands of her.


Palabras clave


Horror corporal; La sustancia; Hollywood; Diseño Sonoro; Coralie Fargeat; Estudios de Género.


Keywords


Body Horror; The Substance; Hollywood; Sound Design; Coralie Fargeat; Gender Studies.


  1. Introducción

    «Cuando cumplí cuarenta años, recibí tres ofertas para hacer de bruja. Sólo me ofrecían hacer de bruja porque tenía cuarenta y estaba vieja» (Ec, 2014), afirmaba la actriz Meryl Streep (1949, Summit, Nueva Jersey) en una entrevista para la revista People. Su desgarradora afirmación se erige como fiel reflejo de una realidad inyectada en la sangre de la industria cinematográfica, que exige a sus actrices un requisito imposible de eterna juventud. Ello se proyecta, indudablemente, en una creciente falta de oportunidades a medida que dejan de ser «deseables» para la industria, así como en un desequilibrio numérico tangible entre los papeles protagónicos encarnados por actrices jóvenes y los encarnados por actrices maduras.

    Maggie Gyllenhaal (1977, Nueva York) declaraba en la revista The Wrap que, a sus 37 años le denegaron un papel por ser «demasiado mayor como para interpretar a la amante de un hombre de 55» (Sánchez, 2024), demostrando, con ello, no sólo la presión que ejercen los cánones de belleza impuestos para las actrices sino también el opuesto efecto que supone el paso del tiempo para los actores, siendo en ellos la edad síntoma de prestigio y trayectoria.

    Esta problemática es aplicable a otros sectores artísticos como puede ser el de la industria musical, en la que las intérpretes están sometidas a una constante demanda de renovación y deben ser capaces de cantar, bailar y ofrecer un espectáculo completo más allá de su voz para alcanzar la validez. Véase, por ejemplo, el caso de la cantante Dua Lipa (1995, Londres), quien ha afirmado en reiteradas ocasiones haber sufrido humillaciones por el modo en que bailaba en sus inicios, viéndose, en parte, forzada a perfeccionar esta disciplina debido a la presión mediática.

    La perfección demandada y exigida a las mujeres en las diferentes industrias artísticas, especialmente en la hollywoodiense, es la problemática estructural que, de un modo magistral, vertebra el guion de La sustancia (The Substance, Coralie Fargeat, 2024). Con dos actrices que personifican aquello que la industria rechaza –Demi Moore como Elizabeth Sparkles– y aquello que la industria desea –Margaret Qualley como Sue–, Fargeat construye un relato

    verazmente aterrador y no precisamente por el body horror del que hace tan

    inteligente uso. Sirviéndose de una dirección artística y escenográfica perturbadora y una atmosfera opresiva, retrata el modo en que el sistema patriarcal busca devorar a las mujeres, convertirlas en productos consumibles y, por ende, desechables, potenciando así una serie de obsesiones enfermizas acerca de la juventud y la belleza.

    Coralie Fargeat (1976, París), directora y guionista, deja claro que su cine no tiene la más mínima intención de ser un producto tibio, no hay medias tintas en su narrativa; su dirección es feroz, crítica, un grito de guerra y un reclamo de comprensión y sororidad por y para las mujeres que habitan un mundo diseñado por y para hombres. Así lo demostraba en su primer largometraje Venganza (Revenge, Coralie Fargeat, 2017), la historia de cómo Jennifer (Matilda Lutz) orquesta su venganza para con los hombres que abusaron de ella en el pasado. La cinta fue premiada en el Festival de Sitges, el Monster Fest, el Festival Internacional de Cine Fantástico de Bucheon, el Festival Internacional de Cine de Calgary y el Festival de Cine de Cleveland.

    Con su segundo largometraje, La sustancia (2024), Fargeat lo tiene claro: quiere desplegar todos sus recursos cinematográficos para denunciar «la cosificación de las mujeres a lo largo de miles de años, cómo se les hace creer que no tienen otra opción más que ser perfectas, sexys, sonrientes, delgadas y jóvenes para ser valoradas en la sociedad» (Capp, 2024: 3). La película nos presenta a Elizabeth Sparkle, una actriz premiada por la Academia que es despedida del programa televisivo en el que trabaja al cumplir los cincuenta años. Desesperada por recuperar una juventud que el mundo parece recordarle a cada instante que ya no le pertenece, Elizabeth recurre a un producto experimental llamado «la sustancia», que promete ayudarla a conseguir una versión mejorada de su propio ser.

    En las próximas páginas se analizará, a través de una selección de escenas del filme, el modo en el que el tratamiento y la construcción del sonido potencian y retratan, hermanadas con la imagen, el viaje desolador de Elizabeth Sparkle en su búsqueda de la eterna juventud.

  2. De Murnau a Fargeat: la autonomía del sonido como elemento narrativo


    Resulta habitual entender la presencia del sonido como un complemento a lo visual, un elemento que lo acompaña, olvidándose así el hecho de que, por su propia naturaleza, el cine es un arte audiovisual. El aparato sonoro que conforma una película no debe extraerse e independizarse de la imagen como si de un añadido se tratase; debe tomarse, en cambio, como la mitad inseparable de una sinergia colectiva en la que imagen y audio coexisten y se potencian el uno al otro, formando ambas una única unidad indivisible.

    El sonido es, por ende, una herramienta narrativa que posee la capacidad intrínseca de construir atmósferas, de generar emociones y sensaciones plurales, aunque a veces pueda encontrarse supeditado al servicio de la imagen. Es un ente vivo y variable que tiene el poder de alterar la percepción, el discurso y significado de una escena para aquel espectador que la visualiza. Como acertadamente expresan Arredondo y García Gallardo, «en la combinación audiovisual, una percepción influye en la otra y la transforma: no se ve lo mismo cuando se oye; no se oye lo mismo cuando se ve» (1998: 101).

    Sin embargo, a pesar de la importancia de lo sonoro, el ser humano no tiene plena conciencia de ejercer una escucha del mundo que le rodea, de la misma forma que sí la tiene de una visión de él. No se representa ni se auto-percibe de manera sonora, sino visual, a pesar del componente identitario que puede tener el sonido de acuerdo con el contexto geográfico del individuo o con sus preferencias musicales (Celedón, 2017: 12-16). Con esta reflexión, Celedón, en relación con el cine, no pretende condenar el privilegio de la imagen, sino mostrar que se trata de una partícula audiovisual: ni exclusivamente acústica ni exclusivamente visual. Comprende que sonido e imagen, al ser por sí mismos entes autónomos, permiten una amalgama infinita de combinaciones, un campo de posibilidades creativas a explorar para conseguir un «trabajo cinematográfico completo» (Celedón Bórquez, 2017: 18).

    Para rastrear las primeras muestras de musicalización, efectos sonoros y sonido ambiente en el cine de terror, debemos remitirnos a las adaptaciones de clásicos del género como Nosferatu el vampiro (Nosferatu: Phantom der Nacht,

    Werner Herzog, 1979), que tomaba como punto de referencia la homónima Nosferatu: Una sinfonía del horror (Nosferatu: eine Symphonie des Grauens, Friedrich Wilhelm Murnau, 1922), aún muda, exclusivamente acompañada por el preludio de la ópera The Vampire (1828) de Heinrich Marschner (1795-1861) y la música de Hans Erdmann (1882-1942) (Marín Reyes, 2010: 40).

    En la búsqueda de alcanzar el concepto de «lo sonoro», tal y como lo entendemos hoy en día, el cine tuvo que vivir una ardua etapa de ensayo y error, de experimentación pura, especialmente en el periodo comprendido tras la Segunda Guerra Mundial. Se trató entonces de «huir del monopolio de la imagen […] dando mayor vida a aspectos condenados a un segundo plano, como los efectos sonoros» (Sapró Balboni, 2009: 212). La música comenzaba a convertirse en un elemento de primer orden, necesario para comprender, enfatizar y matizar todo aquello que quería transmitir el guion literario.

    Prueba de ello son los trabajos de animación de los estadounidenses John y James Withney, en los que las figuras geométricas se mueven, se separan y se unen, siendo todo ello perfectamente reflejado por un sonido que influye en la narrativa, actuando como una extensión dinámica del movimiento visual. Desde las esferas más destacadas del Arte Contemporáneo también comenzó a gestarse un interés por la cuestión sonora, como bien ejemplifica la película Sueños que el dinero puede comprar (Dreams that money can buy, Hans Ritcher, 1947), producida por Peggy Guggenheim y Kenneth Macpherson. Contó con artistas de la talla de Fernand Legér, Max Ernst, Marcel Duchamp, Man Ray y Alexander Calder, y en su ingeniería sonora contó con John Cage, Darius Milhaud y Edgard Varése (Sapró Balboni, 2009: 14).

    Aquel grupo de artistas personificaba el futuro del arte contemporáneo: el object trouvé de Duchamp, los rayogramas de Man Ray o el arte móvil de Calder son algunas de las vértebras que conforman hoy la columna de las Últimas Tendencias Artísticas. En lo que al sonido respecta, Cage dejó un legado profundo al integrar el silencio como parte de la música y al explorar mediante elementos no convencionales nuevas narrativas en la producción sonora, Milhaud, por su parte, fue pionero en el arte de fusionar estilos que, en su caso, bebían de la música brasileña y del jazz y Varése se erigió como uno de los primeros músicos en trabajar con la electrónica. La experimentación sonora era,

    por tanto, parte del futuro del cine contemporáneo. Sin ella no serían posibles diseños sonoros como el que analizaremos posteriormente en La sustancia.

    El séptimo arte es principalmente vococentrista (supremacía de la voz frente al resto de sonidos) y dentro de ello, verbocentrista (predominio de la palabra) (Chion, 1993: 17). La obra de Coralie Fargeat otorga un papel protagónico a una sonoridad construida desde los silencios, no desde el diálogo. Lejos de fundamentar su guion en la voz humana como eje articulador de las emociones, la película se distingue por una riqueza sonora elaborada a partir de elementos heterogéneos; el silencio en La sustancia no se percibe como ausencia, sino como espacio narrativo cargado de significación, que se alimenta y engrandece mediante otros sonidos minuciosamente escogidos y tratados.


  3. El abandono a las actrices maduras ejercido por la industria del cine: análisis a través del diseño sonoro de La sustancia


    En palabras de Milagros Molinari, La sustancia «explora la violencia que implica envejecer como mujer en la sociedad» (2024: 171). Vertebrándose en el personaje de Elizabeth Sparkle, el metraje de Fargeat aborda la tensa y violenta relación entre la mujer, la juventud, la fama y la autopercepción, un proceso que desgranaremos a partir de cuatro escenas. Es el ostracismo profesional que sufre la protagonista lo que la lleva a probar el tratamiento experimental llamado «la sustancia», un líquido color neón que provoca el nacimiento de una mejor versión de sí misma, Sue, quien emerge de las entrañas de su propio cuerpo al más puro estilo Alien (Ridley Scott, 1979). El funcionamiento es sencillo. Deben turnarse cada siete días. Mientras una permanece inconsciente, la otra vive y se encarga de alimentarla. Ambas funcionan como dos engranajes de la misma unidad, de un todo indivisible: Elizabeth, la matriz.


    1. El olvido


      La película, cuya música se encuentra a cargo de Raffertie (1987) y, de su diseño sonoro, Victor Fleurant y Valerie Deloof, se divide en tres actos narrativos que se indican mediante rótulos: El acto «Elizabeth» funciona como planteamiento, el acto «Sue» como nudo y, por último, «Mostro Elisasue», que ejerce como

      desenlace. La primera escena a analizar pertenece al primer acto; se trata del ciclo vital de la estrella de Elizabeth en el Paseo de la Fama de Hollywood.

      La escena, desprovista en su totalidad de diálogo, consigue, mediante el uso exclusivo de la imagen y el sonido, presentar al espectador quién es Elizabeth, quién ha sido y en qué punto de su trayectoria vital se encuentra. En primer lugar, se plantea el ascenso de la estrella, su construcción, metaforizando el momento de mayor clamor para la protagonista: su juventud. Para ello, se acompaña de música deslumbrante, cargada de glamour junto a frenéticos y amplificados sonidos de flashes que de disparan sin descanso, creando una atmósfera frenética, reflejo de la atención y el amor de las cámaras.

      Esa música, que en un primer momento es alegre, luminosa y símbolo del triunfo, se torna paulatinamente más siniestra, inquietante, hasta ser sustituida por el sonido hiperrealista de un crujido, un resquebrajamiento en la superficie de la estrella y unas fuertes lluvias que la empapan sin piedad alguna, indicando el inicio del declive de su carrera. De este modo, sonido e imagen comunican así que la era dorada de Elizabeth Sparkle se encuentra irremediablemente en un proceso de decadencia; la estrella envejece, comienza a perder su importancia, fiel reflejo del tratamiento que recibe ella por parte de la industria que anteriormente la celebraba y la adoraba y que, a sus cincuenta años, ha abandonado como a un objeto obsoleto, carente de valor.

      Un transeúnte que camina por la zona deja caer una hamburguesa al suelo en un descuido, manchando esa estrella que antes era casi venerada a la manera de los exvotos sagrados. Un gesto cargado de simbolismo que cambia radicalmente el discurso: el paso del triunfo al destierro. Entonces se impone el silencio. Un vacío sonoro inunda la escena, y el silencio se vuelve palpable y desolador gracias al modo en que se amplifican los pequeños detalles: el impacto de la comida contra el suelo, el sonido del intento fallido de limpiar el desastre, el fútil esfuerzo de restaurar lo que ya no tiene solución. Este vacío sonoro personifica lo que la industria ha hecho descarnadamente con Elizabeth: olvidarla. Dejarle claro que es prescindible.

      Finalmente, un horror vacui sonoro frenético inunda el oído del espectador,

      saturándolo con una mezcla de sirenas de vehículos, estruendos de herramientas de obra y todo lo que conlleva el movimiento acelerado de una

      ciudad como Los Ángeles. Dicha invasión sonora del espacio crea una atmósfera de saturación, el retrato de un mundo hambriento de nuevas estrellas que cumplan con sus cánones, tratando de borrar cualquier vestigio del esplendor que alguna vez perteneció a Elizabeth. Mediante un único elemento visual (la estrella) y con la acertada elección del diseño del sonido, en ausencia total de vococentrismo, la escena constituye un relato sobre lo efímero y fugaz de la fama, el abandono a las celebridades cuando ya no resultan atractivas al sistema y la fragilidad de la gloria, siendo todo ello sustituido por un profundo y desolador vacío.


    2. El destierro


      La segunda escena para tratar, también enmarcada en el primer acto, nos sitúa en la mesa de un restaurante en la que Elizabeth y su antiguo jefe, Harvey (Dennis Quaid, 1954, Houston), se disponen a almorzar. Harvey, responsable de la decisión de despedirla del programa de fitness que presentaba, es un personaje previamente introducido en una secuencia anterior, que tiene el baño del estudio televisivo como escenario. En ella, mientras Elizabeth se encuentra en el interior de uno de los cubículos, Harvey, ajeno a su presencia, habla por teléfono desde el urinal sobre la necesidad urgente de contratar a una nueva presentadora, criticando en el transcurso la apariencia física de Elizabeth debido a su edad, subrayando su obsolescencia para el sector audiovisual. Es en dicha conversación en la recita la línea que da título al presente artículo «We need her young, we need her hot» («La queremos más joven, la queremos más sexy»). El férreo esqueleto patriarcal de la industria cinematográfica, personificado en Harvey, se acentúa mediante una serie de hiperrealismos sonoros que refuerzan la atmósfera falocéntrica imperante, como son el sonido metálico broche del cinturón o los botones y cremallera del pantalón.

      Ubicándonos en el restaurante de nuevo, la escena, una de las más emblemáticas del filme por el desagrado que genera –siendo ajena al body horror que caracteriza la obra– emplea una deliberada estrategia para perturbar al espectador mediante el uso de duraderos primerísimos primeros planos de la boca del productor mientras este come langostinos con ansia. Se

      enfatiza y amplifica el sonido de cada bocado, envolviéndose la atmósfera con crujir de sus dientes contra el marisco, comiendo con la boca abierta mientras habla sin cesar. Su voz incluso se edita puntualmente para ralentizarla, obligándonos a permanecer más tiempo en esa posición incómoda y provocando, por ende, una profunda animadversión que convierte en grotesco un acto que, en otros contextos, sería sinónimo de lujo y opulencia.

      A esta atmósfera la acompaña un diálogo de suma importancia: cuando él, tratando de comunicarle que está despedida, hace referencia a que a los cincuenta años «algo se para», ella le pregunta «What stops at fifty?» («¿Qué se para a los cincuenta?»). Harvey permanece en silencio, pero el público «sabe la respuesta. Termina el ciclo reproductivo, se entra en la menopausia, el cuerpo viejo, indeseable e infértil debe ser aislado e ignorado» (Molinari, 2024: 172).


      3.3. La inseguridad


      Ya en el seno del segundo acto, «Sue», tiene lugar la que, probablemente, para gran cantidad de espectadoras, sea la escena más desgarradora y emocional de la película debido a la certera exactitud y al crudo realismo con el que Fargeat consigue plasmar el sentimiento de inseguridad frente al espejo. El enfrentamiento directo con el propio reflejo. Cuando su otro yo, Sue, se revela y comienza a alimentarse de Elizabeth incumpliendo el límite establecido de siete días, mencionado anteriormente, por un ansia de aferrarse a la juventud que se torna en una obsesión adictiva, el cuerpo matriz de Elizabeth comienza a pudrirse. La primera manifestación de esta descomposición es el deterioro de un dedo, que aparenta sufrir una suerte de necrosis. Elizabeth experimenta así un proceso de despersonalización, sintiéndose cada vez más ajena a su propio ser mientras su «mejor versión» gana terreno, relegándola a una soledad desesperanzadora.

      En un intento por tratar de reconectar con la mujer que un día fue y que aún reside dentro de ella, Elizabeth decide llamar a Fred, un antiguo compañero del instituto con el que se reencuentra al principio del metraje, para proponerle salir a cenar juntos. La propuesta encierra la necesidad de encontrar afecto, de sentirse querida, valorada, útil a pesar de su edad: la tortuosa búsqueda de la

      validación externa que ensombrece la autoestima de gran parte de la sociedad.

      Sintiendo su belleza marchitarse a causa de la descomposición, Elizabeth trata de aferrarse a una ilusión de control eligiendo cuidadosamente su ropa, en un intento desesperado de reconstruir la concepción de su propia imagen. Este esfuerzo se ve intensificado por el sonido amplificado de sus tacones resonando en el suelo del apartamento, de la cremallera de su vestido y del roce del satén de sus guantes al entrar en contacto con su piel, sobresaliendo estos efectos sonoros ante la música tenue y tensa, que se mantiene distante, en un segundo plano. Es entonces cuando, durante unos segundos, se detiene a observar a Sue, que descansa en el suelo, joven, bella, una suerte de escultura clásica de carne y hueso: la encarnación personificada de todo lo que ella anhela ser con la agotadora certeza de que ya no puede recuperarlo.

      Elizabeth se detiene frente al espejo, en silencio. Un silencio que transforma en algo ensordecedor cuando el espectador puede escuchar la apertura de un frasco de maquillaje o el roce seco de las brochas con su piel. Sus pasos hacia la puerta resuenan en el silencioso espacio de la casa, pero una vez allí, su mirada encuentra de la valla publicitaria del programa de Sue a través del cristal y, presa de la inseguridad, se arrepiente y vuelve al baño, enfrentándose al espejo, que le devuelve la imagen de lo que más rechaza: ella misma.

      Desde el diseño sonoro, vuelve a apostarse por un hiperrealismo en el que, mientras trata de perfeccionar su maquillaje, el sonido de pañuelos, algodones y esponjas va atravesando como un afilado cristal los tímpanos del espectador. Decide marcharse de nuevo; esta vez, sus tacones golpeando la moqueta del apartamento resuenan de un modo más firme, intenso y claro. Sin embargo, la imagen de la perfecta Sue acecha intrusivamente su mente una vez más. Tercer intento. Elizabeth vuelve al espejo, esta vez, carente ya de todo ápice de serenidad. Furiosa, comienza a desmaquillarse violentamente con las manos. Cada golpe, cada roce, se amplifica, distorsiona y ralentiza frenéticamente, sembrando en el espectador una inquietud visceral y una profunda desazón. No importa cuánto trate de «arreglar» lo que siente ya roto; la sombra de Sue se ha cernido sobre ella como un monstruo dispuesto a devorar cada ápice de su autoestima.

      3.4. La explosión


      La última escena a tratar, que da cierre al viaje interno de Elizabeth, que va desde la gloria hasta el abandono, nos sitúa en el clímax del tercer acto de la película, «Mostro Elisasue». El personaje que da nombre a la secuencia no es sino una criatura deforme que nace de la propia Sue quien, para presentar en la televisión el programa de Fin de Año, uno de los momentos más importantes de su incipiente carrera, decide inyectarse a sí misma «la sustancia», tratando de conseguir así una versión mejor de ella misma. La versión mejorada de la versión mejorada. La paradoja cíclica, la teoría filosófica del eterno retorno.

      Elisasue, nacida de la angustia y la autodestrucción, a pesar de su grotesca apariencia, decide enfundarse en el vestido azul que Sue iba a lucir y asistir al programa. Como acto final de reivindicación y amor propio, recorta una imagen del rostro de Elizabeth y se la coloca a modo de máscara rudimentaria, en un intento de reconciliarse con la mujer que un día fue, antes de ser triturada por la industria. Ese es el rostro que elige mostrarle al mundo, no el de Sue.

      Cuando Elisasue llega al escenario, se escucha una sintonía grandilocuente, al estilo de las aperturas de la Metro Goldwyn Mayer. Todo queda en silencio, únicamente ocupado por el eco de la respiración de la criatura, mezclada con palabras indescifrables y deformadas. La careta que ella misma se había fabricado cae al suelo, dejando a la vista su verdadera apariencia. El sonido amplificado de ese trozo de papel desgarrándose de su rostro y golpeando el suelo irrumpe en el espacio de manera sobrecogedora.

      Todo se queda en silencio, sólo se pueden escuchar unas intensas respiraciones y sonidos ininteligibles, mezclados con algunas palabras, tras la careta de Elizabeth; careta que cae, de nuevo, con un sonido hiperrealista del impacto con el escenario y un silencio sepulcral que inunda el espacio. A lo lejos comienzan a escucharse los primeros abucheos, a la par que ella comienza a mutar de un modo incontrolable; por uno de sus ojos expulsa, con una viscosidad nauseabunda, un seno deformado. Cada movimiento de esa desagradable acción es amplificado, convirtiendo el sonido de vísceras y fluidos en un cántico repulsivo que ataca los oídos del espectador. El silencio retorna en la escena, pero esta vez es interrumpido por el grito de una espectadora

      aterrada. La histeria estalla en el plató. Gritos y dolorosas afirmaciones atraviesan la estancia: «¡Es un monstruo!» «¡Matad al monstruo!» o «¡Es una freak!».

      La vorágine de gritos y el alboroto causado por el pánico colectivo queda envuelto en una sintonía siniestra. Varios asistentes comienzan a golpear a la criatura, momento en el que sus voces se ralentizan y se distorsionan, buscando transmitir así la profunda agonía que atraviesa entonces el Mostro Elisasue. Cae al suelo y, la sonoridad del golpe de su cuerpo contra el escenario trae consigo un desolador silencio, en el que sólo puede escucharse su desgarrador llanto y el clamor de que sigue siendo ella misma bajo esa apariencia que nadie desea ver, que repugna a los presentes.

      Sin titubear, uno de los asistentes decapita a Elisasue. El sonido húmedo de la sangre y la piel rasgándose protagoniza la escena, pero ella vuelve a regenerarse, como si su propio dolor y su propia rabia la ayudasen a emerger de sus cenizas. Hastiada y furiosa con una sociedad que la ha condenado al ostracismo por el único pecado de envejecer, comienza a lanzar sangre hacia todas las direcciones, al más puro estilo Carrie (1976, Brian de Palma). Ello se acompaña con una estruendosa banda sonora hard-rock, mezclada con gritos e intercalada con todas aquellas palabras que le hicieron daño, como las crueles apreciaciones de su jefe referentes a su cincuenta cumpleaños, la implacable sentencia de su obsolescencia para el mundo del espectáculo.


  4. Conclusiones


La sustancia (2024) de Coralie Fargeat se erige, de manera incontestable, como una obra cinematográfica esencial para comprender las violentas dinámicas de exclusión y abandono que atraviesan a las mujeres en la industria audiovisual, especialmente al alcanzar la madurez. Desde el cuerpo canónicamente imperfecto y desde el hiperrealismo sonoro como recurso predilecto, la directora construye un relato que no solo explora el body horror como personificación de la obsesión por la juventud y la belleza eternas, sino que expone con crudeza el modo en que sistema patriarcal que sustenta la industria, convierte a sus actrices —y a las mujeres en general— en productos

desechables, con fecha de caducidad, una vez superan el umbral de la deseabilidad impuesta.

En este contexto, el sonido en La sustancia no ejerce como mero acompañamiento o refuerzo al servicio de la imagen, sino como un recurso narrativo de primer nivel que permite amplificar la decadencia física y emocional de la protagonista. Desde la textura de los silencios sepulcrales hasta la amplificación hiperrealista de las acciones cotidianas —el crujido de la piel, el chasquido de unos tacones sobre el suelo o el grotesco masticar— el diseño sonoro adquiere una dimensión política y simbólica. El sonido se presenta, así como un reflejo visceral de la violencia estructural ejercida, marcando el cuerpo de Elizabeth como el campo de batalla en el que tiene lugar la lucha interna por la validación y la auto-aceptación. Y es que, en palabras de Herrera Landeros, en la construcción de un metraje, «el sonido amplifica la narrativa al consolidar personajes y situaciones, […] crea puentes emocionales, acentúa la naturaleza de héroes y villanos y marca el ritmo de una cinta. […] El diseño del sonido alcanza rincones de la mente que la imagen por sí sola no llega a tocar» (Herrera Landeros, 2020: 146).

La sustancia rompe con el paradigma vococentrista del cine que, tradicionalmente, ha privilegiado la palabra y el diálogo por encima de otros elementos sonoros. Aquí, la importancia del ruido del cuerpo, el eco de los espacios vacíos, el chirrido de la materia en descomposición y la asfixiante mezcla de sonidos urbanos lo que construyen parte importante del discurso narrativo. El diseño sonoro no solo acompaña al dolor de Elizabeth, sino que lo magnifica, lo traduce y lo hace tangible para el público. Así, el sonido trasciende los aspectos puramente técnicos y se convierte en un elemento autónomo, capaz de personificar, sin eufemismos, las violencias invisibilizadas que atraviesan aquellas mujeres que envejecen en un entorno jerarquizado por el valor de la novedad y por las posibilidades de ser explotable.

En última instancia, Fargeat, con una dirección feroz y sin concesiones, nos enfrenta a una poderosa sinergia entre cuerpo, imagen y sonido: La sustancia, que no solo denuncia la violencia ocurrida en la industria, sino que también abre un espacio de reflexión sobre el lugar que ocupan las mujeres en el imaginario audiovisual, invitando a cuestionar, desde la incomodidad y la visceralidad, los

cánones que rigen nuestra percepción de la belleza, el éxito y el paso del tiempo.

En este sentido, el filme de Coralie Fargeat dialoga desde el cine de terror y body horror, con la intención de establecer un puente entre el lenguaje cinematográfico y las preocupaciones y demandas del feminismo contemporáneo. Demuestra en su obra, con su magistral cuidado del detalle, que el diseño sonoro puede ser, también, un arma política capaz de causar emociones y reflexiones en el espectador, y no únicamente un acompañamiento servil, subordinado a la imagen. Fargeat consigue hacer audible aquello que históricamente ha sido silenciado: la voz, el dolor y la rabia de todas esas mujeres que se niegan a desaparecer de un entorno laboral al que pertenecen por derecho.


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