David Cejas Rivas
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En el primer capítulo alude a cómo con la llegada de la modernidad los artistas, en general,
y los escultores, en concreto, se reafirman ante el mundo, partiendo del modelo italiano –
cuna del arte en estos momentos– y ello repercutirá para que los artistas presenten ambición
por convertirse en artistas de corte, hallando infinitud de casos al respecto.
En el segundo, continúa su relación con el anterior mostrando la ambición y la altivez
como rasgos cruciales en el ascenso social del escultor, haciendo capaz de valer el interés de
su creación como pieza original, alejándose de lo mecánico, manual y artesanal en pos de la
llamada “locura creativa” como referiría la sociedad de la época. En este capítulo se
profundizará detalladamente en la biografía de algunos artistas como Alonso Cano, Nicolás
de Bussy y los hermanos Bernardo, José y Diego de Mora, entre otros, sirviendo incluso
como título para los epígrafes que comprenden el capítulo.
En el tercer apartado se profundiza en la manía nobiliaria, praxis de numerosos artesanos
que, introduciéndose en familias con linaje, obtendrían reconocimiento y abandonarían dicho
rango gremial para congratularse social y artísticamente. Para ello, se recurriría a enlaces
matrimoniales hipergámicos y la ocupación de determinados cargos como escultor de cámara
o escultor del rey. No obstante, estas acciones no fueron suficientes para ganarse el afecto
de los círculos elitistas, políticos e intelectuales de la época. Un hecho que se mantendrá
latente hasta la generación de la Academia de San Fernando en el siglo XVIII, donde
preponderaría la erudición como signo de “nobleza”.
El cuarto capítulo presentará gran extensión, ya que se aludirá a la dialéctica establecida
entre la orografía y el espíritu artístico profundizando en las vidas de algunos escultores como
Torcuato Ruiz del Peral y Manuel Roldán de Villavicencio –que dan opción a elaborar un
epígrafe monográfico sobre ellos–, así como escenas concretas de otros artistas como
Martínez Montañés y León Leoni que contribuyen a mostrar que el escultor es un hombre
muy limitado, no siendo ni ángel, ni demonio.
En quinto lugar, la escultura e inquisición se trataría de un capítulo imprescindible al
referirnos a las producciones escultóricas de las centurias modernas, puesto que el Santo
Tribunal ejercía un gran poder político, económico, social y artístico en la Monarquía
Hispánica, perdurando sus influencias hasta la centuria decimonónica. Ello produjo censura
y cohibición de la creatividad artística, afectando directamente a todas las representaciones
escultóricas que no fuesen místicas, devocionales o programáticas, pero como se ve en otros
apartados de la investigación, habría numerosas e interesantes excepciones presentes a lo
largo de este libro.
El sexto capítulo queda vinculado al papel de la mujer como artista y como modelo, siendo
representada en las manifestaciones artísticas como diosa y como demonia. De este modo,
se constata cómo el papel de la mujer quedaba relegado a ser una figura que observar y
admirar, en lugar de tener un papel activo dentro del mundo de las artes. Aunque algunas
mujeres consiguieron imponerse y desarrollar la labor escultórica, generalmente quedaron
ensombrecidas por los hombres en un mundo ideado por y para estos. De este modo, el
espacio creativo reservado para ellas en los talleres quedará relegado a colaboradoras y, en
raras ocasiones, ejecutoras del proceso artístico. No debemos obviar que se trataban de
espacios familiares como el taller de Pedro de Mena, Pedro Roldán y Francisco Salzillo, entre
los más interesantes.
En el séptimo apartado se explica el papel de las figuras en movimiento dentro de las artes
plásticas, donde el movimiento en sí queda vinculado a la acción ejercida por el artista sobre
una materia inerte, a la que da vida. No obstante, se desarrollaría otra posibilidad de
movimiento en el arte –yendo más allá de la propia creación artística– se trata de la ideación
de efigies con algunos miembros móviles, otorgando así gran verosimilitud. Así como
también se comenta el debate finisecular del Setecientos que generaría una apreciación
estética en la naturaleza –por parte de las culturas más protestantes– denominada
pintoresquismo de gran desconocimiento en el mundo artístico.
El octavo capítulo quedará marcado por la institucionalización de las artes y la docencia
que, en España, tendría lugar en 1752 con la inauguración de la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando.