fue el maestro más relevante de la escuela escultórica
vallisoletana durante el primer tercio del siglo XVIII, con todo lo que ello significa pues aún
por entonces los talleres de la capital del Pisuerga seguían siendo un punto de referencia
obligado para buena parte del noroeste peninsular. En aquella época la ciudad aún contaba
con numerosos talleres acreditados, caso de los de José de Rozas (1662-1725), Antonio de
Gautúa (1682-1744), Pedro Correas (1689-1752), Manuel de Ávila (1690-1733), Pedro de
Sierra (1702-1761), Pedro Bahamonde (1707-1748), José Fernández (1713-1783) o Felipe de
Espinabete (1719-1799), entre otros. Es interesante comprobar cómo durante el breve lapso
de tiempo que comprenden los años 1700-1740 se transitó desde la tradición heredada de
Gregorio Fernández (1576-1636), pues aún se seguían utilizando sus tipos humanos e
iconografías, a la ruptura total con aquella gracias a la renovación impulsada por Pedro de
Ávila y Pedro de Sierra, quienes introdujeron respectivamente las influencias italiana y
francesa. Desde entonces, y hasta bien entrada la segunda mitad del siglo, se crearían nuevos
prototipos y las esculturas se distinguirían por su elegancia y delicadeza, por presentar
anatomías esbeltas y composiciones dinámicas, y por utilizar plegados a cuchillo o
serpenteantes en los ropajes.
Pedro de Ávila, escultor
Pedro de Ávila fue un maestro de gran pericia técnica que mantuvo una notoria
superioridad respecto al resto de artífices avecindados en la urbe y en las ciudades cercanas
debido a la exquisita perfección formal que alcanzó en sus esculturas y también a su capacidad
para trabajar diferentes materiales (madera, piedra y yeso). Asimismo, ejecutó con igual
maestría imágenes de bulto redondo, en relieve, y de vestir –algunas anatomizadas y otras
simplemente de bastidor–. Cabe reseñar que, como le ocurre a la mayor parte de los
escultores, en su producción se perciben fluctuaciones de calidad debido a la mayor o menor
intervención de sus oficiales en las obras, influyendo en este hecho diversos motivos como
el económico, ya que no era lo mismo un encargo por el que iba a percibir escasa
remuneración que otro por el que fuera a cobrar una generosa suma; la acumulación de
encargos; e, incluso, el hecho de que la escultura se fuera a disponer a gran altura y no se
apreciara con nitidez.
Su producción comprende dos etapas bien definidas. Un primer estilo, desarrollado al
contacto con su padre, Juan de Ávila (1652-1702), y con su suegro, Juan Antonio de la Peña
(ca. 1650-1708), englobaría los años de aprendizaje. Este periodo concluiría con su previsible
viaje a Madrid, acaecido entre 1705-1707. Tras su regreso, y hasta su fallecimiento, fue
desarrollando un estilo personal, maduro, que se caracteriza por unos rasgos morfológicos
sumamente identificativos. La gran diferencia entre ambas etapas estriba grosso modo en la
mutación de los plegados que recorren las superficies de las vestimentas de sus personajes:
del pliegue incurvado y de caída naturalista de la primera etapa pasó al acuchillado y
geométrico de la segunda con el que buscaba incrementar el dinamismo y resaltar los
volúmenes a base de juegos de claroscuro.
El escultor concibe a sus personajes con un canon estilizado y proporciones esbeltas. Les
dispone en contrapposto, adelantando una de las piernas, generalmente la derecha, con la
consiguiente doblez de la rodilla, y colocando los pies en un ángulo de 90º. Sus cuerpos